Ayer soñé que mi madre
se compraba un vestido.
Un vestido con margaritas como ese
que ceñía su cuerpo joven,
sus redondeces, tanto brote nuevo.
Y giraba
un poco sol, un
poco verano,
y las margaritas se encendían
como lucecitas de Navidad
y ella nacía
en un pesebre de algodón y flores.
Hace mucho tiempo que mi madre
no se compra un vestido.
Hay pequeñas cosas
que se dan por sentadas.
Nunca pensamos que esa vez
es la última vez.
La vida decide. El dolor decide.
La debacle de las piernas,
la boca que se derrumba.
El corazón tachado,
una palabra
que no podemos decir,
un bocado de silencio para tragarse
el sístole y diástole del cansancio.
Ayer soñé que mi madre
se compraba un vestido.
No la abracé.
Le dije “Te queda bien”.
No pensé que era la última vez.
Nunca es la última vez
cuando cierro los ojos
y mi madre gira,
una calesita de pétalos blancos
y piernas interminables.
“Te queda bien”, le dije.
Y ella sonrió
como no sonríe nunca.
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