A él no le gustan las enredaderas
porque dice que crecen para donde quieren.
Precisamente por eso
me gustan tanto a mí,
por esa rebeldía verde que señala su propio camino,
ese centelleo de clorofila autónoma
que desoye
las voces de las manos que acomodan el jardín
como si fuera el cajón donde se guardan las medias.
Sediciosas y coquetas,
desde la libertad más pura,
las enredaderas se hacen a sí mismas.
Dan mil vueltas sobre su desborde
y sueltan el abrazo.
Y te sorprenden
con un golpe de flores
en el lugar menos pensado.
A mí me gustan las enredaderas
y me gustaría ser como ellas.
Crecí para donde pude.
Déjenme envejecer para donde quiera.
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