PARA SIEMPRE
Cuando me enteré de que mi primo había muerto
no lloré.
Hacía años que no nos veíamos
y no guardaba de él demasiados recuerdos felices.
Me lamenté, claro,
(siempre me lamento cuando alguien muere,
sobre todo si es joven)
pero no hubo una sola fractura
en las compuertas de mi mirada,
ningún gesto de humedad,
ni el más ligero titubeo.
La familia, dicen.
La sangre.
La familia no es más que una enorme casualidad,
monstruosa o dulce
(mi madre se enamoró del hermano de tu madre
y nada más;
fuiste una eventualidad en mi vida,
alguien que yo no elegí ni me eligió,
ni antes,
cuando se eligieron otros,
ni después,
cuando pudimos elegirnos).
La sangre no obliga ni inclina,
no es la Estrella Guía,
no define tu historia.
La sangre no enlaza
(¿cómo podría enlazar la sangre
a dos que se desconocen?;
“Lazos de sangre” es una vieja novela de Sidney Sheldon,
y nada más,
nada más,
nada más).
Cuando me enteré de que mi primo había muerto
no lloré.
No quise. No pude. No supe.
Lloré, sí, una semana después.
Lloré mucho.
Lloré cuando comprendí
que otra pieza del rompecabezas de mi infancia
(ese rompecabezas que insisto en armar
a contrapelo de relojes y almanaques)
se había extraviado.
Sin sentido. Sin vuelta atrás. Sin remedio.
Sin que el mundo deje de girar por un segundo.
Para siempre.
Arte: AyyaSAP
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