miércoles, 16 de septiembre de 2020

HIPOCRESÍA



HIPOCRESÍA

Estábamos cenando y ella
había tomado unas copas de más.
Ella, que va a misa y es amiga del cura,
y bendice los panes y los peces
antes de que yo manotee las papas fritas.
Una chupacirios, pienso,
pero la mina no me cae del todo mal,
es amable, dispuesta, jamás levanta la voz.
Estábamos cenando, tomando demasiado,
hablando de pañuelos verdes y celestes
(yo antes estaba en contra del aborto, ¿sabés?,
puro sentimentalismo y publicidades de vino Crespi
con escarpincitos incluidos,
pero ahora no,
ahora entiendo cosas que antes no entendía)
y quizás confundió mi mesa con un confesionario
porque, de buenas a primeras,
me dijo que hacía años había abortado.
Pero enseguida aclaró que la de ella
había sido una situación excepcional,
porque las situaciones que atraviesan
las que rezan el rosario
siempre son excepcionales.

Ella hablaba de su situación excepcional y yo la miraba
(también había tomado unas copas de más)
y me imaginaba a Jesús con camisa leñadora y barba hipster
firmando permisos especiales para que la gente de bien
pueda hacer sin culpa todo aquello que condena en los demás
(aborto, adulterio, ménage a trois, hasta algún negocito turbio),
y pensaba que el secreto para gambetear el fuego eterno
era encender velitas con la lengua,
una tras otra, una tras otra,
y conseguir que Jesús te firme el papelito.
Y pensaba qué loco tener semejante revelación,
tomé champagne barato, no LSD.
Menos mal que no tomé LSD.

Ella no va a ser castigada.
Está segura de que no va a ser castigada como las otras,
las atorrantitas que se acuestan con cualquiera.

Probablemente piense que la que va a ser castigada soy yo,
la que no sabe rezar el rosario
y no se arrodilla nunca,
la que desmenuzó el cielo y el infierno
hasta convertirlos en nada.



Arte: Tim Nyberg

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