BANDERA BLANCA
Siempre pensé que
el sexo
era lo opuesto a
la muerte.
Por eso tuve
mucho sexo en mi vida.
No por amor.
No por placer.
No por perpetuar
la especie
(aunque me
hubiera gustado hacerlo
antes de que la
humanidad
diera un paso
irrevocable hacia el horror de la autoconciencia,
cuando morir era
apenas quedarse inmóvil un instante
en el olfato
ajeno
y volver a la
tierra sin ceremonias inútiles).
En mi vida el
sexo un ofició como un talismán.
Una piedra
preciosa de efecto apotropaico.
Un hechizo para
mantener el final a raya.
Las piernas de
mis amantes fueron
el marco de la puerta de una
vieja casa de adobe y sudor
donde me
resguardé del terremoto de la muerte.
Quizás por eso
son sus piernas
lo único que me
quedó de ellos.
Podría decir que
el sexo
me regaló una
victoria a medias:
ya soy demasiado
vieja para morir joven.
Pero también soy
demasiado vieja
para tener sexo
todos los días
Supongo que llegó
el momento de darme por vencida.
El momento de
escribir un testamento idiota
y decidir (con
nostalgia, con malicia, con arrepentimiento)
a quién le dejo
las piernas que no pude amar ni desear.
A quién le dejo
el miedo.
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