sábado, 16 de mayo de 2020

TALLER LITERARIO ALEJANDRA PIZARNIK / PRODUCCIONES 7° ENCUENTRO VIRTUAL II- COORDINA: DANIEL RUIZ RUBINI

TALLER LITERARIO 

“ALEJANDRA PIZARNIK”



"La invisibilizacion de la pobreza" de Kevin Lee 

PRODUCCIONES DEL SÉPTIMO ENCUENTRO VIRTUAL II


Elba Iberbia




 Papá, tengo que hablar con vos

   Carlos era un joven estudioso, único hijo, responsable, trabajaba en un estudio jurídico y quería ser abogado: estaba cursando la Facultad. 

   Tenía un amigo a quien quería mucho, se había enamorado y mantenía una relación secreta. A veces estudiaban juntos y salían al cine o a alguna confitería.  

   Estaba muy preocupado porque no sabía cómo decirles a sus padres lo que le pasaba. Pertenecía a una familia tradicional muy seria.

   Viendo que la relación seguía firme y se afianzaba cada vez más, un día tomó coraje y se animó a hablar. 

   Por la noche, durante la sobremesa, Carlos dijo: Papá, tengo que hablar con vos sobre algo que me está pasando. Después se quedó en silencio. 

   Su padre levantó la cabeza, lo miró y le dijo: - No me digas nada, hijo, ya me di cuenta de todo.

   -¿De qué te diste cuenta, papá? - De que estás enamorado de tu amigo. Lo acepto, hijo. Si te hace feliz, seguí adelante.  

   Carlos se levantó, abrazó a su padre y llorando le agradeció su comprensión.


Antonio Milisenda




Precios del barrio

Oferta dela semana 
Bombacha 19.90
Prendas íntimas decía mi madre 
En esa vidriera del barrio
Mi hermano y yo 
calladitos casi sin mirar
Mamá nunca habló de sexo 
yo no uso esas cosas
nos decía, con un deseo reprimido 
que la incomodaba.
Qué se pondría, me pregunto
Ahora, en esta incomodidad del poema. 
Dónde tendría su erotismo.
Quizás el torrente de su libido
se lo traería la voz de algún galán de radioteatro. 
Una vez le dije:
Doña Lina y la Luisa le tiraron bombachas y corpiños 
al cantor de tangos en el club
Para que supiera que yo sabía de sexo.


Vato Modavia (Jorge García)



Juana

Juana es enfermera
Juana pone inyecciones 
A veces le pagan
a veces. 
Juana es enfermera 
Juana trabaja en el hospital 
todos los días en su bicicleta 
con su bolsa en el canasto
Juana va al hospital. 
Juana es enfermera y a veces la llaman
cuando la sangre no para 
a veces.
Juana es enfermera y tiene miedo
en el hospital se ha muerto un anciano 
se le acabó el aire sabe
y la radio lo grita. 
Juana es enfermera 
y tiembla en su bicicleta
con el tensiómetro en su bolsa
y el corazón en un muerto.
Juana es enfermera
La primera piedra le golpea la bici
la segunda su cabeza
y acá no te queremos
y andate con tus virus
y tu olor a desinfectante. 
Juana es enfermera 
y tiembla con su bicicleta rota 
con su frente rota
con su paso herido 
y ya no tiene miedo 
solo una honda 
profunda
dolorosa 
tristeza.
  

Micaela Mónaco




Dos mil y un motivos para recordar

Con nueve años todos los colores son parecidos.
Los días se sucedían con monótonos,
silencio en la mesa,
lágrimas sofocadas bajo las sábanas.
Los ojos de mi madre estaban tristes.
Los de mi padre, lejanos.

Con nueve años todos los domingos son parecidos.
No distinguía entre las visitas de comida abundante
y las no visitas sin nada para comer.
Los días se sucedían fatuos y sin voz.
Jefes que desfilaban por el trono de poder,
supermercados vaciados por malones,
gente que lloraba, gente que moría.
La televisión decía eso, yo no entendía.
Yo, qué sé yo.

Con nueve años todos los juegos se parecen en un punto.
Perseguía el sol con afán de atraparlo,
pedirle prestada su presencia,
llevarlo del brazo adentro de mi casa.
Que caliente y sonroje
las mejillas de mis viejos,
por un rato nomás.


Arte: Rebecca Dautremer




Fernando Morro Cruellas

  


Los sueños de Esteban
Esteban se levantó de la cama soñando despierto. Después de casi tres años de cruel desempleo y de changas lastimosas, había conseguido un trabajo en el centro. Era casi fijo: una obra que llevaría al menos tres años.
El dato se lo había pasado Don Miguel, el panadero de la esquina, que tenía un pariente que tenía un amigo que sabía. Con poca esperanza se había tomado el tren hasta el centro y había ido a ver al capataz de la obra. Me manda Don Miguel – le había dicho a modo de presentación. Como era de esperarse, nadie conocía al panadero, pero consiguió el empleo.
–El destino es raro - pensaba mientras regresaba a su casa. Se miraba a cada rato en el reflejo de la ventanilla y sonreía. Estaba exultante. – Guarda – murmuraba – no sea cosa que se venga una racha buena - . Y a cada rato se le escapaba una carcajada chiquitita. No podía creer que, después de tanta malaria, ese reflejo de la ventanilla le estuviera susurrando: - Dale, vamos Esteban, el viejo debe estar contento allá arriba -. El tren se mecía trotando mientras él apretaba los puños ahogando un grito de júbilo. Ese febrero venía medio fresco, bueno para el trabajo.
Sus 27 años, un perro, y la cuchara de albañil que le dejara su padre eran sus únicas posesiones. Y sus sueños. En eso no se parecía a su padre, que nunca había levantado la cabeza de la mezcla. Esteban soñaba siempre. Se veía en una casita propia, con su mujer y varios hijos, un jardín lleno de plantas y el saludo cordial y respetuoso de sus vecinos. Poco más que eso. Y un trabajo, uno que le diera dignidad. Qué bueno sería volver a la casa cansado y sentir la satisfacción del deber cumplido. Estaba harto de la limosna. Pero muy harto.
–Hay que tener un oficio – le decía siempre Don Ernesto. Y ese había sido el único legado de su padre, además de la cuchara. Desde los diez lo había acompañado en las changas y había absorbido como una esponja lo que había que saber, todos los secretos de un laburo que le gustaba de alma. Y mientras ayudaba en la construcción de esas casas ajenas, Esteban soñaba: un día haría su propia casa, un hogar donde criar a los hijos, donde abrazar a su compañera, donde hacer otros planes y seguir buscando un futuro siempre mejor.
Ese miércoles sería su primer día de trabajo. Salió a la calle con una alegría extraña que le erizaba todo el cuerpo. Casi no había podido pegar un ojo la noche anterior y la claridad tenue de la mañana lo encandiló y le hizo bajar la vista. En el piso, a lo largo de la calle, todavía quedaba la mugre del carnaval.
Don Miguel y un olorcito a pan recién horneado le salieron al cruce cuando llegó a la esquina. – Suerte, pibe – le dijo el viejo alcanzándole una bolsita – tomá para el viaje y acordate, mostrales cómo trabaja la gente de Moreno a esos estirados de la capital -. Esteban y el viejo sellaron el encuentro con un breve abrazo. –Dale, pibe, me vas a hacer emocionar – murmuró el viejo – te lo mereces, pibe, tu viejo debe estar orgulloso de vos -.
Esteban caminó las siete cuadras hasta la estación acompañado de los dos o tres perros callejeros que siempre hacían festejos a los transeúntes. Una fresca y suave brisa del este acompañaba el final de la noche. Al llegar a las vías, trepó el andén. Abriéndose camino entre la gente que ya se agolpaba en la espera, pudo llegar a divisar a Pedrito, su amigo del barrio. - ¡Esteban quito!-, le gritó al verlo. Esteban sonrió ante la archiconocida broma y abrazó a su amigo golpeándole la espalda. – No cambiás nunca vos, ¿eh? – le dijo Esteban al oído mientras el tren frenaba chirriando a su lado.
14 estaciones y 68 minutos tardó Esteban en relatar a su amigo todos sus proyectos con lujo de detalles. Le contó de su nuevo trabajo, de su futura casa, de sus ganas de formar una familia, hasta del jardín con plantitas que iba a tener. Tan ansioso estaba que, casi sin querer, empujaba suavemente a su amigo hacia los primeros vagones de la formación. – Si soy el primero en bajar, mejor – pensaba – hay que llegar temprano el primer día.
Después de cada frase entusiasta de Esteban, Pedrito le palmeaba el hombro y le gritaba – Vamos carajo, ese es mi amigo -. Todavía charlaban casi a los gritos cuando un aullido de bestia herida los calló. Eran las 8,33 del miércoles 22 de febrero. El chapa 16 se estrellaba contra la estación de Once y volaban en mil pedazos los sueños de Esteban.



Nunca olvido

Las tostadas de mi abuela catalana
Manjar de postguerra con aceite y azúcar
Sentado en el umbral de cemento
Recolectando imágenes de paseantes
Perros y amos, riendas y caballos
Señoras coquetas, compras urgentes,
Pibes, pelotas ajenas, bicicletas fugaces
Los reyes ausentes, muy pobres.

Las tardes de lluvia… Paraba y corríamos detrás
Barquitos por calle Moreno
Papel de diario robado
Los perdíamos en la esquina
Resumidero maldito
Fauces atroces que devoraban sueños

Fondo y, más allá del terreno,
Perderse en los tomatales
Del abuelo Joaquín
Encontrar arcanos tesoros
En la maraña perfumada
Calor del verano
Siestas eternas

El pasillo largo, sin mensura posible
Tapizado vegetal, verde y verde
Al final el loro Arturo saludaba
Un quiero la papa con varios holas
Colgado como fruta
Aro de hierro bajo la parra

En el garaje, el viejo De Soto
Olor a humedad y aceite
Gatos ajenos que dormitan
Refugio improvisado
Fresco, disimulado
Para el sueño diurno
Misterios de herramientas
desusadas y añosas
Marcas de manos
Trabajo, cabeza gacha, sudor

Los guisos de choclo invitadores
Se agrandaban al llegar visita
Agua agregada y sobraba
Bajo la parra veraniega
Abrazos, risas, anécdotas
Una silla alta y plato de lata
Sin cuchillo y con la mano
Sorbiendo los marlos

Deliciosa ancla al pasado
Recuerdos de infancia
Desde rincones incomprensibles
De la mente urbana
Asaltan la rutina
Y te dejan indefenso
Solo ante la nostalgia
Y acompañado
Por el deseo. 


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