TALLER LITERARIO
“ALEJANDRA PIZARNIK”
"La invisibilizacion de la pobreza" de Kevin Lee
PRODUCCIONES DEL SÉPTIMO ENCUENTRO VIRTUAL II
Elba Iberbia
Papá, tengo que hablar con vos
Carlos era un joven estudioso, único hijo, responsable, trabajaba en un
estudio jurídico y quería ser abogado: estaba cursando la Facultad.
Tenía un amigo a quien quería mucho, se había enamorado y mantenía una
relación secreta. A veces estudiaban juntos y salían al cine o a alguna
confitería.
Estaba muy preocupado porque no
sabía cómo decirles a sus padres lo que le pasaba. Pertenecía a una familia
tradicional muy seria.
Viendo que la relación seguía firme y se afianzaba cada vez más, un día
tomó coraje y se animó a hablar.
Por la noche, durante la sobremesa, Carlos dijo: Papá, tengo que hablar
con vos sobre algo que me está pasando. Después se quedó en silencio.
Su padre levantó la cabeza, lo
miró y le dijo: - No me digas nada, hijo, ya me di cuenta de todo.
-¿De qué te diste cuenta, papá? - De que estás enamorado de tu amigo. Lo
acepto, hijo. Si te hace feliz, seguí adelante.
Carlos se levantó, abrazó a su
padre y llorando le agradeció su comprensión.
Antonio Milisenda
Precios
del barrio
Oferta dela
semana
Bombacha 19.90
Prendas
íntimas decía mi madre
En esa vidriera del barrio
Mi hermano y yo
calladitos casi sin mirar
Mamá nunca habló
de sexo
yo no uso esas cosas
nos decía, con
un deseo reprimido
que la incomodaba.
Qué se pondría, me pregunto
Ahora, en esta
incomodidad del poema.
Dónde tendría su erotismo.
Quizás el torrente de su libido
se lo
traería la voz de algún galán de radioteatro.
Una vez le dije:
Doña Lina y
la Luisa le tiraron bombachas y corpiños
al cantor de tangos en el club
Para
que supiera que yo sabía de sexo.
Vato Modavia (Jorge García)
Juana
Juana
Juana es enfermera
Juana pone inyecciones
A veces le pagan
a veces.
Juana es enfermera
Juana trabaja en el
hospital
todos los días en su bicicleta
con su bolsa en el canasto
Juana va al hospital.
Juana es enfermera y a veces la llaman
cuando la sangre no para
a veces.
Juana es enfermera y
tiene miedo
en el hospital se ha
muerto un anciano
se le acabó el aire sabe
y la radio lo grita.
Juana es enfermera
y tiembla en su bicicleta
con el tensiómetro en su bolsa
y el corazón en un muerto.
Juana es enfermera
La primera piedra le golpea la bici
la segunda su cabeza
y acá no te queremos
y andate con tus virus
y tu olor a
desinfectante.
Juana es enfermera
y tiembla con su
bicicleta rota
con su frente rota
con su paso herido
y ya
no tiene miedo
solo una honda
profunda
dolorosa
tristeza.
Micaela Mónaco
Dos mil y un motivos para recordar
Con nueve años todos los colores son parecidos.
Los días se
sucedían con monótonos,
silencio en la mesa,
lágrimas sofocadas bajo las sábanas.
Los ojos de mi madre estaban tristes.
Los de mi padre, lejanos.
Con nueve años todos los domingos son
parecidos.
No distinguía entre las visitas de comida abundante
y las no visitas sin nada para comer.
Los días se sucedían
fatuos y sin voz.
Jefes que desfilaban por
el trono de poder,
supermercados vaciados
por malones,
gente que lloraba, gente que moría.
La televisión decía eso, yo no entendía.
Yo, qué sé yo.
Con nueve años todos los juegos se parecen
en un punto.
Perseguía el sol con afán de atraparlo,
pedirle prestada su presencia,
llevarlo del brazo adentro de mi casa.
Que caliente y sonroje
las mejillas de mis viejos,
por un rato nomás.
Arte: Rebecca Dautremer
Arte: Rebecca Dautremer
Fernando Morro
Cruellas
Los sueños de Esteban
Esteban se levantó
de la cama soñando despierto. Después de casi tres años de cruel
desempleo y de changas
lastimosas, había conseguido un trabajo en el centro.
Era casi fijo: una obra que llevaría al menos tres años.
El dato se lo había
pasado Don Miguel,
el panadero de la esquina,
que tenía un pariente que tenía
un amigo que sabía. Con poca esperanza
se había tomado el tren hasta el centro y había ido a ver al
capataz de la obra. – Me manda Don Miguel –
le había dicho a modo de presentación. Como era de
esperarse, nadie conocía al panadero, pero consiguió el empleo.
–El destino es raro - pensaba
mientras regresaba a su casa. Se miraba
a cada rato en el reflejo de la ventanilla y sonreía. Estaba
exultante. – Guarda – murmuraba – no sea cosa que se venga una racha buena - .
Y a cada rato se le escapaba una
carcajada chiquitita. No podía creer que, después de tanta malaria, ese reflejo de la ventanilla le estuviera susurrando: - Dale, vamos Esteban, el viejo
debe estar contento allá arriba
-. El tren se mecía
trotando mientras él apretaba los puños ahogando un grito de júbilo. Ese febrero
venía medio fresco, bueno para el trabajo.
Sus 27 años, un perro, y la cuchara de albañil que le
dejara su padre eran sus únicas posesiones. Y sus sueños. En eso no se parecía
a su padre, que nunca había levantado la cabeza de la mezcla. Esteban soñaba
siempre. Se veía en una casita propia,
con su mujer y varios
hijos, un jardín lleno de plantas y el saludo cordial y
respetuoso de sus vecinos. Poco más que eso. Y un trabajo, uno que le diera dignidad.
Qué bueno sería
volver a la casa cansado
y sentir la satisfacción del deber cumplido. Estaba harto de la limosna. Pero
muy harto.
–Hay que tener un oficio – le decía siempre Don
Ernesto. Y ese había sido el único legado de su padre, además de la cuchara. Desde
los diez lo había acompañado en las changas
y había absorbido como una esponja lo que había que saber, todos los secretos de un laburo que
le gustaba de alma. Y mientras ayudaba
en la construcción de esas casas ajenas,
Esteban soñaba: un día haría su propia casa, un hogar donde criar a los hijos, donde abrazar a su compañera,
donde hacer otros planes y seguir buscando un futuro siempre mejor.
Ese miércoles sería su primer
día de trabajo. Salió a la calle
con una alegría extraña que le erizaba todo el cuerpo. Casi no había podido pegar un ojo la noche
anterior y la claridad tenue de la mañana
lo encandiló y le hizo bajar la vista. En el piso, a lo largo de la calle,
todavía quedaba la mugre del carnaval.
Don Miguel y un olorcito a pan recién horneado le
salieron al cruce cuando llegó a la esquina. – Suerte, pibe – le dijo el viejo
alcanzándole una bolsita – tomá para el viaje y acordate, mostrales cómo
trabaja la gente de Moreno a esos estirados de la capital -. Esteban y el viejo
sellaron el encuentro con un breve abrazo. –Dale, pibe, me vas a hacer
emocionar – murmuró el viejo – te lo mereces, pibe, tu viejo debe estar
orgulloso de vos -.
Esteban caminó las siete cuadras
hasta la estación
acompañado de los dos o tres perros
callejeros que siempre hacían festejos a los transeúntes. Una fresca y suave brisa del este acompañaba el final
de la noche. Al llegar
a las vías, trepó el andén. Abriéndose camino entre la gente que ya se agolpaba en la espera, pudo llegar a
divisar a Pedrito, su amigo del barrio. - ¡Esteban quito!-, le gritó al verlo.
Esteban sonrió ante la archiconocida broma y abrazó a su amigo golpeándole la
espalda. – No cambiás nunca vos, ¿eh? – le dijo Esteban al oído mientras el
tren frenaba chirriando a su lado.
14 estaciones y 68 minutos tardó Esteban en relatar a
su amigo todos sus proyectos con lujo de detalles. Le contó de su nuevo
trabajo, de su futura casa, de sus ganas de formar una familia, hasta del
jardín con plantitas que iba a tener. Tan ansioso estaba que, casi sin querer,
empujaba suavemente a su amigo hacia los primeros vagones de la formación. – Si
soy el primero en bajar, mejor – pensaba – hay que llegar temprano el primer
día.
Después de cada frase entusiasta de Esteban, Pedrito le palmeaba el
hombro y le gritaba – Vamos carajo,
ese es mi amigo -. Todavía charlaban
casi a los gritos cuando un aullido de bestia herida los calló. Eran las 8,33 del miércoles
22 de febrero. El chapa 16 se estrellaba contra la estación
de Once y volaban en mil
pedazos los sueños de Esteban.
Nunca
olvido
Las
tostadas de mi abuela catalana
Manjar
de postguerra con aceite y azúcar
Sentado
en el umbral de cemento
Recolectando
imágenes de paseantes
Perros
y amos, riendas y caballos
Señoras
coquetas, compras urgentes,
Pibes,
pelotas ajenas, bicicletas fugaces
Los
reyes ausentes, muy pobres.
Las
tardes de lluvia… Paraba y corríamos detrás
Barquitos
por calle Moreno
Papel
de diario robado
Los
perdíamos en la esquina
Resumidero
maldito
Fauces
atroces que devoraban sueños
Fondo
y, más allá del terreno,
Perderse
en los tomatales
Del
abuelo Joaquín
Encontrar
arcanos tesoros
En
la maraña perfumada
Calor
del verano
Siestas
eternas
El pasillo largo, sin mensura posible
Tapizado
vegetal, verde y verde
Al
final el loro Arturo saludaba
Un
quiero la papa con varios holas
Colgado
como fruta
Aro
de hierro bajo la parra
En
el garaje, el viejo De Soto
Olor
a humedad y aceite
Gatos
ajenos que dormitan
Refugio
improvisado
Fresco,
disimulado
Para
el sueño diurno
Misterios
de herramientas
desusadas
y añosas
Marcas
de manos
Trabajo,
cabeza gacha, sudor
Los
guisos de choclo invitadores
Se
agrandaban al llegar visita
Agua
agregada y sobraba
Bajo
la parra veraniega
Abrazos,
risas, anécdotas
Una
silla alta y plato de lata
Sin
cuchillo y con la mano
Sorbiendo
los marlos
Deliciosa
ancla al pasado
Recuerdos
de infancia
Desde
rincones incomprensibles
De
la mente urbana
Asaltan
la rutina
Y
te dejan indefenso
Solo
ante la nostalgia
Y
acompañado
Por
el deseo.
Arte: Henryk Dzienczarski
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