Envejezco
y me miro al espejo
buscando el rostro de mi madre.
Un gesto, una arruga,
una puntada de cansancio debajo de los ojos,
algo que acerque mis rasgos a sus rasgos.
Pero no.
No me parezco a mi madre.
Me parezco a mi abuela.
Mi abuela y yo no nos quisimos demasiado.
Nunca me perdonó no ser la primogénita,
ni el tan ansiado varoncito.
Nunca me perdonó que haya tenido un hijo
por fuera del cotillón de la iglesia y los juzgados.
Nunca le perdoné esos minúsculos desplantes
que pasarían desapercibidos
para un ojo menos feroz que el de la infancia.
El constante recordatorio de que yo no era
ni la más linda, ni la más alta, ni la más aplicada.
El suponer que, por ser chiquita,
no necesitaba ropa nueva para una fiesta
(no era chiquita, abuela, tenía doce años
y también quería un pantalón de raso,
una estrellita brillante en la mejilla,
mirar a los chicos entre risitas mientras sonaban
“We are family” o “Boogie Wonderland”).
Nunca le perdoné que no me dejara tocar jamás
los juguetes de mi padre
(el mecano, las figuritas,
como si él continuara un poco vivo en los objetos
y no en mi risa y en la de mis hermanos).
Nunca le perdoné que no le regalara a mi hijo
ni siquiera un par de escarpines.
Pero me parezco a mi abuela
y pienso mucho en ella.
Y pienso que,
aunque no me perdonó nunca,
debería perdonarla.
Debería,
debería.
Debería.
Y en eso estoy, hace años:
buscando un recuerdo que nos redima.
Buscando un punto de apoyo
(un punto de luz)
para mover mi perdón
desde el deber hasta el deseo.
Arte: "Old woman", John Lautermilch
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