jueves, 30 de abril de 2020

UNA NENA TRISTE


UNA NENA TRISTE

Soy una nena triste
que no recuerda
la sonrisa de su papá iluminando
ninguno de sus cumpleaños
Recuerdo, sí,
algunos regalos:
una colonia Coqueterías,
un elefante de tela floreado
y relleno con alpiste,
la novela Genoveva de Bravante,
bombachas.
Odiaba que me regalaran bombachas.
Recuerdo la torta de mi fiesta de quince
que no era de confitería y tenía el aspecto
de una torre de Pisa en miniatura
decorada con merengue
y florecitas de azúcar.
Me tiré en la cama a llorar
porque la torta estaba torcida,
aunque, claro, lloraba por otra cosa:
a los diez años pensaba que mi papá
se había muerto porque era viejo;
a los quince,
comprendí que la vida me había amputado algo,
un mano,
una pierna,
parte del corazón,
entrar del brazo del hombre que más me quiso
en un salón o una iglesia,
ponerle a su nieto en el regazo
(será por eso que en mi vida no hay vestidos de fiesta,
ni altares,
ni valses,
lo tengo todo o no tengo nada, 
esa soy yo,
una extremista del amor,
casi nunca tengo nada).

Soy una nena triste
atada al primer invierno sin su papá
por un puñado de cabellitos de ángel.
Era viejo con sus 39 años y su corazón defectuoso,
era viejo, sí, pero era nuestro,
mío,
de mis hermanos.
Todos eran viejos entonces y no nos miraban
ni siquiera cuando nos despiojábamos unos a otros
como monitos encerrados en una jaula de miedo.
Qué invierno frío el de 1976.
Cuánta soledad.

Soy una nena triste 
que no recuerda
la sonrisa de su mamá
entera, del todo.
A veces me confunden con una señora
que juega a las escondidas con los gatos
y jura que este año se plancha el pelo,
adelgaza diez kilos 
y encaja
en el estúpido vodevil del verano.
Pero no.
Soy una nena triste
abrazada a un elefante de tela floreado
y a una cajita repleta de cosas inútiles
que hacen el silencio
cuando intento nombrarlas.



Arte: "Sad Little Girl", Munir Alawi

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