sábado, 10 de agosto de 2019

CONTRAPUNTO EN "ME PÁJARO Y ME VUELO" - CLAUDIA VÁZQUEZ / RAQUEL FERNÁNDEZ


CONTRAPUNTO EN "ME PÁJARO Y ME VUELO" - CLAUDIA VÁZQUEZ / RAQUEL FERNÁNDEZ


Ella esta quieta
todo lo demás es desgarradura

lo que se mueve adentro
lo que se muere adentro
es el yeso que cae.

El cemento se abre
como una cajita musical sin ninguna bailarina.

Esta casa se desarma
como el sueño que acontece en mi cuerpo

se desarma
en el abrazo de mi madre muerta

se desarma
en el abandono de mi padre

esta casa se deshace
cada hueso ruge
y sobre todo la mente
(una pastilla ahora
y otra en media hora)

en el cajón de la mesa de luz
junto cajitas y blíster vacios.
A veces los cuento.

Esta casa se abre
se hunde en la porción de agua
que guarda el sótano.
Esa vía de agua
que se tragó la bicicleta verde
con las rueditas de atrás levantadas
el Ford T amarillo a pedales
algunas sillas rotas
un par de patines de los años setenta
y mis doce años.

El nivel freático
crece en cada sudestada
igual que la humedad en mis ojos.

Esta casa
se sostiene
en el ladrido de mis perros
en la niebla de tanto cigarrillo.

Esta casa
se cierra como una profecía

el cajón de la mesa de luz abierto
cuarenta y tres blíster vacíos
once cajitas
y una bailarina que no encuentra la música.



Soy una nena triste
que no recuerda
la sonrisa de su papá iluminando
ninguno de sus cumpleaños
Recuerdo, sí,
algunos regalos:
una colonia Coqueterías,
un elefante de tela floreado
y relleno con alpiste,
la novela Genoveva de Bravante,
bombachas.
Odiaba que me regalaran bombachas.
Recuerdo la torta de mi fiesta de quince
que no era de confitería y tenía el aspecto
de una torre de Pisa en miniatura
decorada con merengue
y florecitas de azúcar.
Me tiré en la cama a llorar
porque la torta estaba torcida,
aunque, claro, lloraba por otra cosa:
a los diez años pensaba que mi papá
se había muerto porque era viejo;
a los quince,
comprendí que la vida me había amputado algo,
un mano,una pierna,
parte del corazón,
entrar del brazo del hombre que más me quiso
en un salón o una iglesia,
ponerle a su nieto en el regazo
(será por eso que en mi vida no hay vestidos de fiesta,
ni altares,ni valses,
lo tengo todo o no tengo nada, 
esa soy yo,
una extremista del amor,
casi nunca tengo nada).

Soy una nena triste
atada al primer invierno sin su papá
con un puñado de cabellitos de ángel.
Era viejo con sus 39 años y su corazón defectuoso,
era viejo, sí, pero era nuestro,
mío,
de mis hermanos.
Todos eran viejos entonces y no nos miraban
ni siquiera cuando nos despiojábamos unos a otros
como monitos encerrados en una jaula de miedo.
Qué invierno frío el de 1976.
Cuánta soledad.

Soy una nena triste 
que no recuerda
la sonrisa de su mamá
entera, del todo.
A veces me confunden con una señora
que juega a las escondidas con los gatos
y jura que este año se plancha el pelo,
adelgaza diez kilos 
y encaja
en el estúpido vodevil del verano.
Pero no.
Soy una nena triste
abrazada a un elefante de tela floreado
y a una cajita llena de cosas inútiles
que hacen el silencio
cuando intento nombrarlas.



En la baulera del placar de mi dormitorio
una valija vieja,
esa de manija y cierre de gancho,
una pequeña tumba de cuero ajado
para mis muñecas.

Pata larga, Alicia, Maribel.
La Amorosa de pelo motita
que hacia pis
cuando le daba la mamadera.  

Entre ellas la Pierangeli de mamá

En una bolsa de celofán
mi osito rosa
envuelto en un retazo de sábana,
como si hubiese querido preservarlo del frio,
de la noche,
de lo solo que lo dejaba a la mañana
cuando me iba a la escuela.
El guarda el olor de mi cuerpo niña
custodia una parte de mí
que no recuerdo.
Esta noche
en la baulera del placar de mi dormitorio
en la valija vieja
esa de manija y cierre de gancho
hay un hueco
un espacio pequeño
para dormirme.



Una muñeca duerme
sobre un pájaro verde
como la niebla de todas las muertes.
Sosteniendo al pájaro
el nido
es lo último que existe
(ella toca el nido con sus eclipses prematuros,
el nido es su talismán,
su fetiche disolutor de soledades).

Un lugar de desconcierto
la infancia.
Un espacio muy puro
profanado
por un zapato de cristal roto
y una bestia sin bosque
que muerde los bordes del silencio.


Casi pálida
la lluvia está en la tarde

casi silencio

ella vendrá en un rato
con el sigilo de las cosas
que guardan los armarios
con ese olor a merienda
con la nostalgia de algo
que no sabe.


Cuando yo miraba la luna
en esa otra vida que es la infancia
abrían un párpado de sangre recíproca en mis ojos
y brillaban.
Había también un eco de sus pequeños llantos
en los vapores del verano.
Ella tenía los gestos
parecidos a los míos,
el pelo suave.
Él era callado.
Recordaba cosas que no habían sucedido nunca.

Cuando yo jugaba en la arena
me acercaban el mar
y los escuchaba en
en el piar de los caracoles azules.
Viudos del aire me rondaban.
Toqué sus bocas tantas veces
cuando toqué el silencio.
En el útero de mi madre
todavía están escritos sus nombres.

Ella, que no era yo,
aunque alguna vez se probó mis muñecas.
Él, tan callado.


En lo blanco del mármol
llorar palabras
lenguas ancestrales

mover lo oculto

retirar el escombro
nunca fue fácil

demasiado peso

limpiar la herida
arde, duele

están todos muertos –dije-


Yo elegí
hablar con la Muerte
y la Muerte era un perro transparente
que comía de mi mano
como comen  las palomas
de la mano de la vieja loca de la plaza.
A veces me mordisqueaba los dedos
y mis dedos sangraban,
y yo no entendía
el color de la sangre.
A veces soltaba en mi palma
una lágrima de vidrio
y yo pensaba en el Sena,
y el Sena tenía la amargura
de treinta píldoras
engarzadas
en una lengua vencida,
y era tan largo
como una caída por la ventana,
y era tan corto
como un poema escrito
en la cabeza de un alfiler.

Yo elegí
hablar con la Muerte
y la Muerte era un perro transparente,
y el perro era un océano
donde ahogar mi omóplato viudo
y lavarme la mugre
de no ser amada.
Yo hablaba con la Muerte
casi todo el día
los últimos días
y cuando creí que la Muerte
había dejado de escucharme
me arranqué una a una
las páginas del cuerpo
y las prendí fuego
para que nadie, jamás,
pudiera leer
cuánto me dolía.


La aguja
sigue el camino del punto cruz
toca esa parte de mí
que se hunde en el bastidor.

La aguja
perfora el cartílago
somete al hueso.

Del cuello a la cadera
se anudan los hilos.

Una nueva puntada en la pierna derecha
dibuja un ciervo al galope
una hojita de trébol
el filo en la piedra.

El acusador sale de su madriguera
clava su garra en el músculo
acogota el nervio
se mete en el pecho
sangra lo invisible.

El acusador se goza en la aguja.

En ese espacio
que crea el respiro y la fatiga
despertarse
es retomar el camino al Gólgota.

Cada hilo es un latigazo.

El acusador no sabe
que el punto cruz
también dibuja flores, luciérnagas
y ramitas de olivo.

Entre las piedras subo la colina

caigo

tres veces
me dejo caer

me silencio en lo que redime.



Yo dormía con un pájaro
todas las noches.
Lo acariciaba con mi lengua áspera,
como la de los gatos,
y él supuraba poemas.
Y los poemas eran llagas
y las llagas,
aguijones rojos que nos clavaban
al ruedo vertical del espejo.

Yo dormía con un pájaro
todas las noches.
Yacíamos en una jaula,
yacíamos en una cama.
Él se desangraba en barrotes,
yo, en palabras.
A veces me lo tragaba
porque lo confundía con el deseo
y sus plumas
eran suaves  bailarinas
barriendo el veneno de mi esófago.
A veces lo empujaba
dentro de mi sexo,
con mis largos dedos de suicidio,
para que creciera en mi útero
y yo pudiera parir
una canción que no doliera.

Yo dormía con un pájaro
todas las noches,
cara a cara.
Una vez salimos juntos al balcón.

Eso fue hace mucho,
antes de que las hormigas confundieran
mi cráneo roto en el asfalto
con una fruta algo podrida
y tan dulce.

Antes de que la nieve
empezara a caer para siempre.


En invierno

los huesos aguijonan
parten lo desnudo
la sangre se vuelve
útero vacío.

En invierno
la sombra es jaula.


A quién le importa que estés triste.


A quién le importan tu álbum de figuritas con brillantina
al que siempre le faltó la más difícil,
tu bombachita rosa de nylon y la vergüenza de que se te viera,
tu insistente llantito de huérfana.
A quién le importan los sacudones de tu hermana a las tres de la mañana
para decirte “Ves, tenemos piojos”
y ese bichito diminuto presentado como prueba irrefutable
sobre las tapas amarillas de un libro de la colección Robin Hood
(“Mujercitas”, casi seguro;
las hermanas March no tenían piojos pero ustedes sí,
y nadie se enteraba porque papá se había muerto
y mamá se había quedado en blanco;
loca, decía el abuelo que era malo,
loca, pensabas vos a veces,
pero después pensabas que no,
un poco muerta, también,
un poco muerta, nada más).

A quién le importan tus novios de la adolescencia,
lo absurdo que era apretar las rodillas
cuando querías abrir las piernas,
lo estúpida que era la regla
un cumpleaños de quince sí, un cumpleaños de quince no,
lo injusto que era que la fiesta siempre fuera de otra.
Y vos repitiendo vestido,
suerte que eras linda,
suerte que tenías ojos enormes y esa sonrisa.

A quién le importan tus fieles difuntos,
tus amantes, tus píldoras,
la última mirada de tu perra y las flores que señalan
ese lugar del jardín que te apena mirar.
A quién le importan el cigarrillo de marihuana que guardás para cuando de,
aunque nunca da o da siempre,
que es casi lo mismo,
y esa desazón que te invade después de hacer el amor
ahora que sabés indistinto
que sea o no sea el día catorce.

A quién le importa que estés triste, nena.

A veces me da un poco de asco que uses la palabra intemperie.
Vos,
que nunca fuiste en junio
un cadáver errante
amortajado con cartones.


Ella

la que no puede decirse
la que solo habla en su silencio
la que alcanza el vértice más alto
más agudo de la noche
se lanza como un fuego abierto
a su propia sed.

Ella
a la mañana siguiente
se sacude los sueños
y vuelve a ser
aquella mujer
deshojando
la ultima ausencia
que arde entre los dedos.


Casi siempre está triste,
salvo cuando escucha a Los Beatles
o acaricia a los gatos.
O cuando es viernes
y se toma un champancito barato,
y piensa “Gracias a Dios es viernes”,
como si la vida fuera una película disco
(porque no le gustan ni los sábados,
ni los domingos,
ni los lunes,
pero los viernes todavía tienen para ella cierto encanto,
cierto aire de genuina promesa).
Es mezquina, casi siempre,
generosa, a veces,
demasiado orgullosa como para romper las fotos que no la favorecen,
demasiado orgullosa como para reescribir sus poemas.
Nunca visitó Europa,
ni aprendió a bailar,
ni usó un vestido de fiesta.
Jamás se tiñó de rubia.
Pero es tan anacrónica, tan patriarcal,
tan tonta,
que todavía sueña con castillos y valses,
y una melena como la de Rapunzel extendida
sobre la almohada del Príncipe Feliz.
Hubiera deseado no nacer,
no crecer,
no tener que morir.
Hubiera deseado un don más práctico
que el de garabatear el dolor
y ponerle el cascabel a la palabra.
Casi siempre está triste
pero sonríe
como si no le apretaran los zapatos de la rutina,
como si el amor no fuera una prenda incómoda
que le tira de la sisa,
como si su corte de pelo todavía estuviera de moda.
Está gorda,
está vieja,
está asustada.
Casi siempre está triste.
Tiene unos ojos hermosos.


Concebir el poema, concebirme.  No hay espacio en blanco,  los espacios son solo  marcas destinadas a perdurar.  Nada es sustentable ante la ausencia.  Provoco una palabra en mi lengua y ella no deja de morder mi boca como un animal en celo que busca  saciarse  con mi destino de amante huérfana.  Ya no puedo decirme y me digo en las voces, en la sed, en las ceremonias nocturnas, en el combate, en la niña que acuna a una reina que sabe de aquel poema, que sabe de la locura, que sabe de la muerte con ojos de muñeca atardecida.  Que sabe que no sabe.

Fecundar el poema, fecundarme.  Porque no hay otra forma de conocer el amor que nunca se hizo en mí, sino a través del  lenguaje.  Porque estoy sumergida debajo de varios nombres que nunca nadie pudo nombrar salvo el poema que tampoco me pudo salvar porque la salvación para mí fue negada, renegada por los pasos de la noche que supieron alcanzarme…
Al final, todo fue el desamor, ya no puedo tragar las pastillas, las mastico, las mastico como una forma de triturar cada palabra que me fue haciendo, que fue construyendo la torre más alta para poder recobrar la corona dorada perdida en el más atroz de los sueños. Me devoró la condesa, la piedra, el infierno y su música, la noche y sus trabajos que dejaron encerrado a mi cuerpo en el poema. Me comió una extraña sensación de hospital y sus olores mezclados en mi ropa,  en la desnuda ropa de mi cerebro. 

Estoy fragmentada como el lenguaje que me quiere decir pero ya no me dice, ya no alcanza.
Al final, todo fue el desamor.  Ya no trago las pastillas.  Las mastico hasta ahogarme y desahogarme  queriendo volver a la ternura más necesitada, esa que nunca conocí.
Todos los naufragios en mi fueron inconclusos.

Ahora mastico el seconal, devoro lo áspero de  su cuerpo blanco.  Enciendo el último pall mal etiqueta roja.  Con el deseo que me fue negado le voy a lamer los huesos a la muerte.  


Alguien te dijo que la muerte era tu amiga.
Alguien te dijo que la muerte podía hacerte el amor
como no podía hacerlo el poema,
que la muerte podía poner el dedo en la llaga
y convertirla en una rosa,
y convertir los pasillos sucios de los hospitales
en callecitas de París,
y el llanto
en caracoles transparentes.

¿Fue Erzsébet,
tu condesa de sangre,
con la cara apretada contra el suelo,
sin luz,
sin aire,
sin pieles para cortar y coser el deseo?
(la muerte fue su amiga
porque la hizo libre).

¿Fue Janis,
heroína de la heroína
con los ojos en blanco
y el vuelto de la máquina expendedora de cigarrillos
todavía apretado
entre sus dedos de hielo?
(la muerte fue su amiga
porque la hizo hermosa).

¿Fue Karen
con la memoria verde de África
y el cangrejo de la sífilis
remontando entre sus piernas el camino del amor?
(la muerte fue su amiga
porque la hizo sana).
Alguien te dijo que la muerte era tu amiga
y vos
(muñequita Hummel,
bibelot,
algo que se cae y se rompe,
algo que se cae)
le abriste la puerta para ir a jugar,
y ella tocó tu corazón tambor
con la soledad infinita de sus huesos.


Nadie me dijo que habías llegado.  Yo te esperaba como el poema espera a la palabra, o al silencio.  El humo rasga el aire como una piedra en el vidrio.  Todo está escondido en lo visible que no se ve porque hay demasiada niebla en mis ojos para desnudar la dicha.  Todo es presagio de esta distancia que se interpone entre lo que soy y la invención de este lenguaje que me acuna como un paria desvelándose en el más terrible de los sueños.   Todavía espero el milagro de saberme, porque la que me sé ya no está  y vuelvo en cada palabra  que se repite en mi cabeza como el mar que siempre dice lo mismo. 

No quiero volver a vestir ropajes que no fueron míos.  Mejor quiero desnudar lo que fue mío, si alguna vez  algo fue mío. 

Me espero del otro lado de algo que se vislumbra en la noche,  sujetada al viento, a lo ciego que me circunda,  vacía de todo anhelo sin otro deseo más que ser la que se desoculta para venir a ser otra. 

Los relojes atrasan  su llegada. 

Y yo aquí esperándome del otro lado, que no es más que un montón de piedras apiladas contra un espejo que rasga el humo.


Hace mil bocas,
cuando esta boca no era
la madrastra del silencio,
me atreví a pronunciar tu nombre.
Lo degusté como una a fruta dulce.
Quizás ocultaba, entre sus hidromieles,
un dejo sutil de podredumbre,
pero mi lengua no se percató:
aún había demasiado verano entre mis manos
y los trenes llegaban a tiempo.

Hace mil sueños,
cuando este sueño no era
el caparazón del desamparo,
me atreví a remontar tu cuerpo.
Lo cabalgué como a un corcel de vidrio.
Quizás ocultaba, entre sus humedades,
una estaca de hielo,
pero mi carne no se percató:
aún había demasiado bullicio entre mis piernas
y los barcos llegaban a tiempo.

Hace mil puertas,
cuando todavía había puertas
esperando ser abiertas,
me atreví a cruzar el umbral de tu mirada.
Caminé tus ojos en el nido tibio
de una cama ajena.
Y fue bello sacudir las sábanas de la mañana
y recostar mi cabeza
en la almohada del deseo,
a pesar de las dulzuras fermentadas
y los puñales gélidos.

Nadie me dijo nunca que la nostalgia
era más poderosa que el amor.
Nadie me dijo que después de mil bocas,
de mil sueños,
de mil puertas,
los trenes y los barcos se entretienen
en el temblor de un beso recordado
y se olvidan del tiempo y de la espera.

Nadie me dijo que los pactos rotos
penden sobre la luna con la fría mueca de una espada,
y que al final de un viaje erróneo
no hay bocas, ni sueños, ni puertas,
sólo la costumbre torpe
de ir naciendo cada día
para morir cuando un ángel sin Dios
se incendia en el ruedo el crepúsculo.


POEMAS:

1) "La casa de piedra" (Claudia Vázquez) 
2) "Una nena triste" (Raquel Fernández) 
3) "Cuarto III" (Claudia Vázquez) 
4) "Infancia" (Raquel Fernández) 
5) "Cocina III" (Claudia Vázquez) 
6) "Hermanos" (Raquel Fernández) 
7) "Balcón de escalera" (Claudia Vázquez) 
8) "Ingeborg" (Raquel Fernández) 
9) "Cuarto de costura" (Claudia Vázquez) 
10) "Nilgün" (Raquel Fernández) 
11) "Humedad" (Claudia Vázquez) 
12) "¿A quién le importa?" (Raquel Fernández) 
13) "Ella, la que no puede decirse..." (Claudia Vázquez) 
14) "Autorretrato III" (Raquel Fernández) 
15) "Concebir el poema..." (Claudia Vázquez) 
16) "Alguien te dijo" (Raquel Ferández) 
17) "Nadie me dijo..." (Claudia Vázquez) 
18) "Hace mil bocas, mil sueños, mil puertas" (Raquel Fernández)




1) "The Stepsisters"
2) "Child"
3) "Listen"
4) "Her Ghosts"
5) "Awaken"
6) "Not Good With Words"
7) "Rebuild"
8) "How I Wish You Were Here"
9) "Onward"
10) "Piece By Piece"
11) "Farewell, Sweet Friend"
12) "Light As A Feather”
3) "I Still Feel You"
14) "Speck Of Dust"
15) "My Fake Plastic Love"
16) "Tired of Waiting"
17) "Sailing Away"
18) "Ensnare
19) "Home"


CLAUDIA VÁZQUEZ

Nació en Avellaneda en 1965.  En su adolescencia comenzó su camino por la poesía.  Se formó en diferentes talleres y seminarios dictados por escritores como Roberto Díaz, Liliana Guaragno y Oscar Hermes Villordo.  Desde 1995 coordina talleres literarios.  Sus poemas han sido publicados en suplementos y revistas literarias de Argentina, Italia y Uruguay. Ha obtenido varios premios por su obra. Cofundó el Centro Cultural Alejandra Pizarnik.  Conduce junto a la poeta Raquel Fernández el Café Literario La Palabra que Sana.  Fue declarada Personalidad Destacada en la Cultura de la Ciudad de Avellaneda.  Sus libros publicados “Impresiones” en 1996 (Ed. Amaru), “Poesía instrumentada por las sombras” en 2006 (Ed. Amaru), y su último libro “Después del Silencio” (Ed. Ruinas Circulares) que salió a la luz en diciembre de 2017. Además de la participación en varias antologías. Durante el mes de octubre de 2018 participó en el Festival de Poesía de Madrid y presentó su último libro en Casa Argentina en Roma.


RAQUEL  FERNÁNDEZ

Raquel Fernández nació en Avellaneda en 1967. Recibió más de cien premios nacionales por su actividad poética, otorgados por prestigiosas instituciones, como el Centro Ana Frank Argentina, el Museo Casa Carlos Gardel, la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires  y la UPF (Federación para la Paz Universal). A estos logros se le suman otros obtenidos en España, Italia, EEUU, Perú y Chile. Su libro  “Hermano” fue galardonado en el año 2015 con la Faja de Honor otorgada por la Società Dante Alighieri  de Tafí Viejo, provincia de Tucumán.  Es autora de los poemarios “Ojos que miran el cielo”, “Revelaciones”,Todos los hombres que me amaron”, “Hermano”, “La antigua enfermedad del otoño”, “Cierta condición nocturna”, “Como nosotros” (cuadernillo), “Once upon a time” (bilingüe castellano/italiano), “Interrumpidas”, “Pretty in Pink”,Goodbye, Norma Jeane”, “Un rayo a tiempo” y “Enaguas de encaje rotas”. En 2015 fue nombrada Personalidad Destacada de la Ciudad de Avellaneda por el Honorable Concejo Deliberante de dicha ciudad. En 2016 recibió un reconocimiento de la Comisión de Familiares de Víctimas de la Impunidad de Tucumán  por el compromiso social de su libro “Interrumpidas”. En 2019 recibió una distinción como Vecina Destacada por el su aporte cultural a la ciudad de Avellaneda otorgada por la Secretaria de Cultura, Educación y Promoción de las Artes del municipio. Coordina junto a Claudia Vázquez el ciclo literario La palabra que sana.
  

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