CONTRAPUNTO EN "ME PÁJARO Y ME VUELO" - CLAUDIA VÁZQUEZ / RAQUEL FERNÁNDEZ
Ella esta quieta
todo lo demás es desgarradura
lo que se mueve adentro
lo que se muere adentro
es el yeso que cae.
El cemento se abre
como una cajita musical sin ninguna
bailarina.
Esta casa se desarma
como el sueño que acontece en mi cuerpo
se desarma
en el abrazo de mi madre muerta
se desarma
en el abandono de mi padre
esta casa se deshace
cada hueso ruge
y sobre todo la mente
(una pastilla ahora
y otra en media hora)
en el cajón de la mesa de luz
junto cajitas y blíster vacios.
A veces los cuento.
Esta casa se abre
se hunde en la porción de agua
que guarda el sótano.
Esa vía de agua
que se tragó la bicicleta verde
con las rueditas de atrás levantadas
el Ford T amarillo a pedales
algunas sillas rotas
un par de patines de los años setenta
y mis doce años.
El nivel freático
crece en cada sudestada
igual que la humedad en mis ojos.
Esta casa
se sostiene
en el ladrido de mis perros
en la niebla de tanto cigarrillo.
Esta casa
se cierra como una profecía
el cajón de la mesa de luz abierto
cuarenta y tres blíster vacíos
once cajitas
que no recuerda
la sonrisa de su
papá iluminando
ninguno de sus
cumpleaños
Recuerdo, sí,
algunos regalos:
una colonia Coqueterías,
un elefante de
tela floreado
y relleno con
alpiste,
la novela Genoveva
de Bravante,
bombachas.
Odiaba que me
regalaran bombachas.
Recuerdo la torta
de mi fiesta de quince
que no era de
confitería y tenía el aspecto
de una torre
de Pisa en miniatura
decorada con
merengue
y florecitas de
azúcar.
Me tiré en la cama
a llorar
porque la torta
estaba torcida,
aunque, claro,
lloraba por otra cosa:
a los diez años
pensaba que mi papá
se había muerto
porque era viejo;
a los quince,
comprendí que la
vida me había amputado algo,
un mano,una pierna,
parte del corazón,
entrar del brazo
del hombre que más me quiso
en un salón o una
iglesia,
ponerle a su nieto
en el regazo
(será por eso que
en mi vida no hay vestidos de fiesta,
ni altares,ni
valses,
lo tengo todo o
no tengo nada,
esa soy yo,
una extremista del
amor,
casi nunca tengo
nada).
Soy una nena triste
atada al primer
invierno sin su papá
con un puñado de
cabellitos de ángel.
Era viejo con sus
39 años y su corazón defectuoso,
era viejo, sí,
pero era nuestro,
mío,
de mis hermanos.
Todos eran viejos
entonces y no nos miraban
ni siquiera cuando
nos despiojábamos unos a otros
como monitos
encerrados en una jaula de miedo.
Qué invierno frío
el de 1976.
Cuánta soledad.
Soy una nena
triste
que no recuerda
la sonrisa de su
mamá
entera, del todo.
A veces me
confunden con una señora
que juega a las
escondidas con los gatos
y jura que este
año se plancha el pelo,
adelgaza diez
kilos
y encaja
en el estúpido
vodevil del verano.
Pero no.
Soy una nena triste
abrazada a un
elefante de tela floreado
y a una cajita
llena de cosas inútiles
que hacen el
silencio
En
la baulera del placar de mi dormitorio
una
valija vieja,
esa
de manija y cierre de gancho,
una
pequeña tumba de cuero ajado
para
mis muñecas.
Pata
larga, Alicia, Maribel.
La Amorosa de pelo motita
que
hacia pis
cuando
le daba la mamadera.
Entre
ellas la Pierangeli de mamá
En
una bolsa de celofán
mi
osito rosa
envuelto
en un retazo de sábana,
como
si hubiese querido preservarlo del frio,
de
la noche,
de
lo solo que lo dejaba a la mañana
cuando
me iba a la escuela.
El guarda el olor de mi cuerpo niña
custodia
una parte de mí
que
no recuerdo.
Esta
noche
en
la baulera del placar de mi dormitorio
en
la valija vieja
esa
de manija y cierre de gancho
hay
un hueco
un
espacio pequeño
Una
muñeca duerme
sobre
un pájaro verde
como
la niebla de todas las muertes.
Sosteniendo
al pájaro
el
nido
es
lo último que existe
(ella
toca el nido con sus eclipses prematuros,
el
nido es su talismán,
su
fetiche disolutor de soledades).
Un
lugar de desconcierto
la
infancia.
Un
espacio muy puro
profanado
por
un zapato de cristal roto
y
una bestia sin bosque
que
muerde los bordes del silencio.
Casi
pálida
la
lluvia está en la tarde
casi
silencio
ella
vendrá en un rato
con
el sigilo de las cosas
que
guardan los armarios
con
ese olor a merienda
con
la nostalgia de algo
que
no sabe.
Cuando yo
miraba la luna
en esa
otra vida que es la infancia
abrían un
párpado de sangre recíproca en mis ojos
y
brillaban.
Había
también un eco de sus pequeños llantos
en los
vapores del verano.
Ella
tenía los gestos
parecidos
a los míos,
el pelo
suave.
Él era
callado.
Recordaba
cosas que no habían sucedido nunca.
Cuando yo
jugaba en la arena
me
acercaban el mar
y los
escuchaba en
en el
piar de los caracoles azules.
Viudos
del aire me rondaban.
Toqué sus
bocas tantas veces
cuando
toqué el silencio.
En el
útero de mi madre
todavía
están escritos sus nombres.
Ella, que
no era yo,
aunque
alguna vez se probó mis muñecas.
Él, tan
callado.
En lo blanco del mármol
llorar palabras
lenguas ancestrales
mover lo oculto
retirar el escombro
nunca fue fácil
demasiado peso
limpiar la herida
arde, duele
están todos muertos –dije-
Yo
elegí
hablar
con la Muerte
y
la Muerte era un perro transparente
que
comía de mi mano
como
comen las palomas
de
la mano de la vieja loca de la plaza.
A
veces me mordisqueaba los dedos
y
mis dedos sangraban,
y
yo no entendía
el
color de la sangre.
A
veces soltaba en mi palma
una
lágrima de vidrio
y
yo pensaba en el Sena,
y
el Sena tenía la amargura
de
treinta píldoras
engarzadas
en
una lengua vencida,
y
era tan largo
como
una caída por la ventana,
y
era tan corto
como
un poema escrito
en
la cabeza de un alfiler.
Yo
elegí
hablar
con la Muerte
y
la Muerte era un perro transparente,
y
el perro era un océano
donde
ahogar mi omóplato viudo
y
lavarme la mugre
de
no ser amada.
Yo
hablaba con la Muerte
casi
todo el día
los
últimos días
y
cuando creí que la Muerte
había
dejado de escucharme
me
arranqué una a una
las
páginas del cuerpo
y
las prendí fuego
para
que nadie, jamás,
pudiera
leer
cuánto me dolía.
La aguja
sigue el camino del punto cruz
toca esa parte de mí
que se hunde en el bastidor.
La aguja
perfora el cartílago
somete al hueso.
Del cuello a la cadera
se anudan los hilos.
Una nueva puntada en la pierna derecha
dibuja un ciervo al galope
una hojita de trébol
el filo en la piedra.
El acusador sale de su madriguera
clava su garra en el músculo
acogota el nervio
se mete en el pecho
sangra lo invisible.
El acusador se goza en la aguja.
En ese espacio
que crea el respiro y la fatiga
despertarse
es retomar el camino al Gólgota.
Cada hilo es un latigazo.
El acusador no sabe
que el punto cruz
también dibuja flores, luciérnagas
y ramitas de olivo.
Entre las piedras subo la colina
caigo
tres veces
me dejo caer
me silencio en lo que redime.
Yo dormía con un pájaro
todas las noches.
Lo acariciaba con mi lengua
áspera,
como la de los gatos,
y él supuraba poemas.
Y los poemas eran llagas
y las llagas,
aguijones rojos que nos
clavaban
al ruedo vertical del espejo.
Yo dormía con un pájaro
todas las noches.
Yacíamos en una jaula,
yacíamos en una cama.
Él se desangraba en barrotes,
yo, en palabras.
A veces me lo tragaba
porque lo confundía con el deseo
y sus plumas
eran suaves bailarinas
barriendo el veneno de mi
esófago.
A veces lo empujaba
dentro de mi sexo,
con mis largos dedos de
suicidio,
para que creciera en mi útero
y yo pudiera parir
una canción que no doliera.
Yo dormía con un pájaro
todas las noches,
cara a cara.
Una vez salimos juntos al
balcón.
Eso fue hace mucho,
antes de que las hormigas
confundieran
mi cráneo roto en el asfalto
con una fruta algo podrida
y tan dulce.
Antes de que la nieve
empezara a caer para siempre.
En invierno
los huesos aguijonan
parten lo desnudo
la sangre se vuelve
útero vacío.
En invierno
la sombra es jaula.
A quién le
importa que estés triste.
A quién le
importan tu álbum de figuritas con brillantina
al que siempre le faltó la más difícil,
tu bombachita rosa de nylon y la vergüenza de que se te viera,
tu insistente llantito de huérfana.
A quién le importan los sacudones de tu hermana a las tres de la mañana
para decirte “Ves, tenemos piojos”
y ese bichito diminuto presentado como prueba irrefutable
sobre las tapas amarillas de un libro de la colección Robin Hood
(“Mujercitas”, casi seguro;
las hermanas March no tenían piojos pero ustedes sí,
y nadie se enteraba porque papá se había muerto
y mamá se había quedado en blanco;
loca, decía el abuelo que era malo,
loca, pensabas vos a veces,
pero después pensabas que no,
un poco muerta, también,
un poco muerta, nada más).
al que siempre le faltó la más difícil,
tu bombachita rosa de nylon y la vergüenza de que se te viera,
tu insistente llantito de huérfana.
A quién le importan los sacudones de tu hermana a las tres de la mañana
para decirte “Ves, tenemos piojos”
y ese bichito diminuto presentado como prueba irrefutable
sobre las tapas amarillas de un libro de la colección Robin Hood
(“Mujercitas”, casi seguro;
las hermanas March no tenían piojos pero ustedes sí,
y nadie se enteraba porque papá se había muerto
y mamá se había quedado en blanco;
loca, decía el abuelo que era malo,
loca, pensabas vos a veces,
pero después pensabas que no,
un poco muerta, también,
un poco muerta, nada más).
A quién le
importan tus novios de la adolescencia,
lo absurdo que era apretar las rodillas
cuando querías abrir las piernas,
lo estúpida que era la regla
lo absurdo que era apretar las rodillas
cuando querías abrir las piernas,
lo estúpida que era la regla
un
cumpleaños de quince sí, un cumpleaños de quince no,
lo injusto que era que la fiesta siempre fuera de otra.
Y vos repitiendo vestido,
suerte que eras linda,
suerte que tenías ojos enormes y esa sonrisa.
lo injusto que era que la fiesta siempre fuera de otra.
Y vos repitiendo vestido,
suerte que eras linda,
suerte que tenías ojos enormes y esa sonrisa.
A quién le
importan tus fieles difuntos,
tus amantes, tus píldoras,
la última mirada de tu perra y las flores que señalan
ese lugar del jardín que te apena mirar.
A quién le importan el cigarrillo de marihuana que guardás para cuando de,
aunque nunca da o da siempre,
que es casi lo mismo,
y esa desazón que te invade después de hacer el amor
ahora que sabés indistinto
que sea o no sea el día catorce.
tus amantes, tus píldoras,
la última mirada de tu perra y las flores que señalan
ese lugar del jardín que te apena mirar.
A quién le importan el cigarrillo de marihuana que guardás para cuando de,
aunque nunca da o da siempre,
que es casi lo mismo,
y esa desazón que te invade después de hacer el amor
ahora que sabés indistinto
que sea o no sea el día catorce.
A quién le
importa que estés triste, nena.
A veces me
da un poco de asco que uses la palabra intemperie.
Vos,
que nunca fuiste en junio
un cadáver errante
amortajado con cartones.
Vos,
que nunca fuiste en junio
un cadáver errante
amortajado con cartones.
Ella
la que no puede decirse
la que solo habla en su silencio
la que alcanza el vértice más alto
más agudo de la noche
se lanza como un fuego abierto
a su propia sed.
Ella
a la mañana siguiente
se sacude los sueños
y vuelve a ser
aquella mujer
deshojando
la ultima ausencia
que arde entre los dedos.
Casi siempre está triste,
salvo cuando escucha a Los Beatles
o acaricia a los gatos.
O cuando es viernes
y se toma un champancito barato,
y piensa “Gracias a Dios es viernes”,
como si la vida fuera una película disco
(porque no le gustan ni los sábados,
ni los domingos,
ni los lunes,
pero los viernes todavía tienen para ella cierto encanto,
cierto aire de genuina promesa).
Es mezquina, casi siempre,
generosa, a veces,
demasiado orgullosa como para romper las fotos que no la favorecen,
demasiado orgullosa como para reescribir sus poemas.
Nunca visitó Europa,
ni aprendió a bailar,
ni usó un vestido de fiesta.
Jamás se tiñó de rubia.
Pero es tan anacrónica, tan patriarcal,
tan tonta,
que todavía sueña con castillos y valses,
y una melena como la de Rapunzel extendida
sobre la almohada del Príncipe Feliz.
Hubiera deseado no nacer,
no crecer,
no tener que morir.
Hubiera deseado un don más práctico
que el de garabatear el dolor
y ponerle el cascabel a la palabra.
Casi siempre está triste
pero sonríe
como si no le apretaran los zapatos de la rutina,
como si el amor no fuera una prenda incómoda
que le tira de la sisa,
como si su corte de pelo todavía estuviera de moda.
Está gorda,
está vieja,
está asustada.
Casi siempre está triste.
Tiene unos ojos hermosos.
o acaricia a los gatos.
O cuando es viernes
y se toma un champancito barato,
y piensa “Gracias a Dios es viernes”,
como si la vida fuera una película disco
(porque no le gustan ni los sábados,
ni los domingos,
ni los lunes,
pero los viernes todavía tienen para ella cierto encanto,
cierto aire de genuina promesa).
Es mezquina, casi siempre,
generosa, a veces,
demasiado orgullosa como para romper las fotos que no la favorecen,
demasiado orgullosa como para reescribir sus poemas.
Nunca visitó Europa,
ni aprendió a bailar,
ni usó un vestido de fiesta.
Jamás se tiñó de rubia.
Pero es tan anacrónica, tan patriarcal,
tan tonta,
que todavía sueña con castillos y valses,
y una melena como la de Rapunzel extendida
sobre la almohada del Príncipe Feliz.
Hubiera deseado no nacer,
no crecer,
no tener que morir.
Hubiera deseado un don más práctico
que el de garabatear el dolor
y ponerle el cascabel a la palabra.
Casi siempre está triste
pero sonríe
como si no le apretaran los zapatos de la rutina,
como si el amor no fuera una prenda incómoda
que le tira de la sisa,
como si su corte de pelo todavía estuviera de moda.
Está gorda,
está vieja,
está asustada.
Casi siempre está triste.
Tiene unos ojos hermosos.
Concebir el poema, concebirme. No hay espacio en blanco, los espacios son solo marcas destinadas a perdurar. Nada es sustentable ante la ausencia. Provoco una palabra en mi lengua y ella no
deja de morder mi boca como un animal en celo que busca saciarse
con mi destino de amante huérfana.
Ya no puedo decirme y me digo en las voces, en la sed, en las ceremonias
nocturnas, en el combate, en la niña que acuna a una reina que sabe de aquel
poema, que sabe de la locura, que sabe de la muerte con ojos de muñeca
atardecida. Que sabe que no sabe.
Fecundar el poema, fecundarme. Porque no hay otra forma de conocer el amor
que nunca se hizo en mí, sino a través del
lenguaje. Porque estoy sumergida
debajo de varios nombres que nunca nadie pudo nombrar salvo el poema que
tampoco me pudo salvar porque la salvación para mí fue negada, renegada por los
pasos de la noche que supieron alcanzarme…
Al final, todo fue el desamor, ya no puedo
tragar las pastillas, las mastico, las mastico como una forma de triturar cada
palabra que me fue haciendo, que fue construyendo la torre más alta para poder
recobrar la corona dorada perdida en el más atroz de los sueños. Me devoró la condesa,
la piedra, el infierno y su música, la noche y sus trabajos que dejaron
encerrado a mi cuerpo en el poema. Me comió una extraña sensación de hospital y
sus olores mezclados en mi ropa, en la
desnuda ropa de mi cerebro.
Estoy fragmentada como el lenguaje que me quiere
decir pero ya no me dice, ya no alcanza.
Al final, todo fue el desamor. Ya no trago las pastillas. Las mastico hasta ahogarme y desahogarme queriendo volver a la ternura más necesitada,
esa que nunca conocí.
Todos los naufragios en mi fueron inconclusos.
Ahora mastico el seconal, devoro lo áspero
de su cuerpo blanco. Enciendo el último pall mal etiqueta
roja. Con el deseo que me fue negado le
voy a lamer los huesos a la muerte.
Alguien
te dijo que la muerte era tu amiga.
Alguien
te dijo que la muerte podía hacerte el amor
como no
podía hacerlo el poema,
que la
muerte podía poner el dedo en la llaga
y
convertirla en una rosa,
y
convertir los pasillos sucios de los hospitales
en
callecitas de París,
y el
llanto
en caracoles
transparentes.
¿Fue Erzsébet,
tu
condesa de sangre,
con la
cara apretada contra el suelo,
sin luz,
sin aire,
sin
pieles para cortar y coser el deseo?
(la
muerte fue su amiga
porque la
hizo libre).
¿Fue Janis,
heroína
de la heroína
con los
ojos en blanco
y el
vuelto de la máquina expendedora de cigarrillos
todavía
apretado
entre sus
dedos de hielo?
(la
muerte fue su amiga
porque la
hizo hermosa).
¿Fue Karen
con la
memoria verde de África
y el
cangrejo de la sífilis
remontando
entre sus piernas el camino del amor?
(la
muerte fue su amiga
porque la
hizo sana).
Alguien
te dijo que la muerte era tu amiga
y vos
(muñequita
Hummel,
bibelot,
algo que
se cae y se rompe,
algo que
se cae)
le
abriste la puerta para ir a jugar,
y ella
tocó tu corazón tambor
con la
soledad infinita de sus huesos.
Nadie me dijo que habías llegado. Yo te esperaba como el poema espera a la
palabra, o al silencio. El humo rasga el
aire como una piedra en el vidrio. Todo
está escondido en lo visible que no se ve porque hay demasiada niebla en mis
ojos para desnudar la dicha. Todo es
presagio de esta distancia que se interpone entre lo que soy y la invención de
este lenguaje que me acuna como un paria desvelándose en el más terrible de los
sueños. Todavía espero el milagro de
saberme, porque la que me sé ya no está
y vuelvo en cada palabra que se
repite en mi cabeza como el mar que siempre dice lo mismo.
No quiero volver a vestir ropajes que
no fueron míos. Mejor quiero desnudar lo
que fue mío, si alguna vez algo fue
mío.
Me espero del otro lado de algo que se
vislumbra en la noche, sujetada al
viento, a lo ciego que me circunda,
vacía de todo anhelo sin otro deseo más que ser la que se desoculta para
venir a ser otra.
Los relojes atrasan su llegada.
Y yo aquí esperándome del otro lado,
que no es más que un montón de piedras apiladas contra un espejo que rasga el
humo.
Hace mil bocas,
cuando esta boca no era
la madrastra del silencio,
me atreví a pronunciar tu nombre.
Lo degusté como una a fruta dulce.
Quizás ocultaba, entre sus hidromieles,
un dejo sutil de podredumbre,
pero mi lengua no se percató:
la madrastra del silencio,
me atreví a pronunciar tu nombre.
Lo degusté como una a fruta dulce.
Quizás ocultaba, entre sus hidromieles,
un dejo sutil de podredumbre,
pero mi lengua no se percató:
aún había demasiado verano entre mis manos
y los trenes llegaban a tiempo.
Hace mil sueños,
cuando este sueño no era
el caparazón del desamparo,
me atreví a remontar tu cuerpo.
Lo cabalgué como a un corcel de vidrio.
Quizás ocultaba, entre sus humedades,
una estaca de hielo,
pero mi carne no se percató:
aún había demasiado bullicio entre mis piernas
y los barcos llegaban a tiempo.
Hace mil puertas,
cuando todavía había puertas
esperando ser abiertas,
me atreví a cruzar el umbral de tu mirada.
Caminé tus ojos en el nido tibio
de una cama ajena.
Y fue bello sacudir las sábanas de la mañana
y recostar mi cabeza
y los trenes llegaban a tiempo.
Hace mil sueños,
cuando este sueño no era
el caparazón del desamparo,
me atreví a remontar tu cuerpo.
Lo cabalgué como a un corcel de vidrio.
Quizás ocultaba, entre sus humedades,
una estaca de hielo,
pero mi carne no se percató:
aún había demasiado bullicio entre mis piernas
y los barcos llegaban a tiempo.
Hace mil puertas,
cuando todavía había puertas
esperando ser abiertas,
me atreví a cruzar el umbral de tu mirada.
Caminé tus ojos en el nido tibio
de una cama ajena.
Y fue bello sacudir las sábanas de la mañana
y recostar mi cabeza
en la almohada del deseo,
a pesar de las dulzuras fermentadas
y los puñales gélidos.
a pesar de las dulzuras fermentadas
y los puñales gélidos.
Nadie
me dijo nunca que la nostalgia
era más poderosa que el amor.
Nadie me dijo que después de mil bocas,
de mil sueños,
de mil puertas,
los trenes y los barcos se entretienen
en el temblor de un beso recordado
y se olvidan del tiempo y de la espera.
Nadie me dijo que los pactos rotos
penden sobre la luna con la fría mueca de una
espada,
y que al final de un viaje erróneo
no hay bocas, ni sueños, ni puertas,
sólo la costumbre torpe
de ir naciendo cada día
para morir cuando un ángel sin Dios
se incendia en el ruedo el crepúsculo.
POEMAS:
1) "La casa de piedra" (Claudia Vázquez)
2) "Una nena triste" (Raquel Fernández)
3) "Cuarto III" (Claudia Vázquez)
4) "Infancia" (Raquel Fernández)
5) "Cocina III" (Claudia Vázquez)
6) "Hermanos" (Raquel Fernández)
7) "Balcón de escalera" (Claudia Vázquez)
8) "Ingeborg" (Raquel Fernández)
9) "Cuarto de costura" (Claudia Vázquez)
10) "Nilgün" (Raquel Fernández)
11) "Humedad" (Claudia Vázquez)
12) "¿A quién le importa?" (Raquel Fernández)
13) "Ella, la que no puede decirse..." (Claudia Vázquez)
14) "Autorretrato III" (Raquel Fernández)
15) "Concebir el poema..." (Claudia Vázquez)
16) "Alguien te dijo" (Raquel Ferández)
17) "Nadie me dijo..." (Claudia Vázquez)
18) "Hace mil bocas, mil sueños, mil puertas" (Raquel Fernández)
ARTE: Shannon Bonatakis
1) "The Stepsisters"
2) "Child"
3) "Listen"
4) "Her
Ghosts"
5) "Awaken"
6) "Not Good With
Words"
7) "Rebuild"
8) "How I Wish
You Were Here"
9) "Onward"
10) "Piece By
Piece"
11) "Farewell,
Sweet Friend"
12) "Light As A
Feather”
3) "I Still Feel
You"
14) "Speck Of Dust"
15) "My Fake Plastic
Love"
16) "Tired of
Waiting"
17) "Sailing Away"
18) "Ensnare
19) "Home"
CLAUDIA VÁZQUEZ
Nació en Avellaneda en 1965. En su adolescencia comenzó su camino por la
poesía. Se formó en diferentes talleres
y seminarios dictados por escritores como Roberto Díaz, Liliana Guaragno y
Oscar Hermes Villordo. Desde 1995
coordina talleres literarios. Sus poemas
han sido publicados en suplementos y revistas literarias de Argentina, Italia y
Uruguay. Ha obtenido varios premios por su obra. Cofundó el Centro Cultural
Alejandra Pizarnik. Conduce junto a la
poeta Raquel Fernández el Café Literario La Palabra que Sana. Fue declarada Personalidad Destacada en la
Cultura de la Ciudad de Avellaneda. Sus
libros publicados “Impresiones” en 1996 (Ed. Amaru), “Poesía instrumentada por
las sombras” en 2006 (Ed. Amaru), y su último libro “Después del Silencio” (Ed.
Ruinas Circulares) que salió a la luz en diciembre de 2017. Además de la
participación en varias antologías. Durante el mes de octubre de 2018 participó
en el Festival de Poesía de Madrid y presentó su último libro en Casa Argentina
en Roma.
RAQUEL FERNÁNDEZ
Raquel Fernández nació en Avellaneda en 1967. Recibió más de cien premios nacionales por su actividad poética, otorgados por prestigiosas instituciones, como el Centro Ana Frank Argentina, el Museo Casa Carlos Gardel, la Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires y la UPF (Federación para la Paz Universal). A estos logros se le suman otros obtenidos en España, Italia, EEUU, Perú y Chile. Su libro “Hermano” fue galardonado en el año 2015 con la Faja de Honor otorgada por la Società Dante Alighieri de Tafí Viejo, provincia de Tucumán. Es autora de los poemarios “Ojos que miran el cielo”, “Revelaciones”, “Todos los hombres que me amaron”, “Hermano”, “La antigua enfermedad del otoño”, “Cierta condición nocturna”, “Como nosotros” (cuadernillo), “Once upon a time” (bilingüe castellano/italiano), “Interrumpidas”, “Pretty in Pink”, “Goodbye, Norma Jeane”, “Un rayo a tiempo” y “Enaguas de encaje rotas”. En 2015 fue nombrada Personalidad Destacada de la Ciudad de Avellaneda por el Honorable Concejo Deliberante de dicha ciudad. En 2016 recibió un reconocimiento de la Comisión de Familiares de Víctimas de la Impunidad de Tucumán por el compromiso social de su libro “Interrumpidas”. En 2019 recibió una distinción como Vecina Destacada por el su aporte cultural a la ciudad de Avellaneda otorgada por la Secretaria de Cultura, Educación y Promoción de las Artes del municipio. Coordina junto a Claudia Vázquez el ciclo literario La palabra que sana.
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