MAGIA
Roald Dahl decía que quien cree en la magia
está destinado a
encontrarla.
Yo siempre creí en
la magia.
A los seis años,
toda
ojos y corazón alborotado,
me
tocaba el dobladillo cuando veía un coche amarillo
y escribía con un
dedo en la palma de la mano
el nombre del
chico que me gustaba,
truco infalible
para que tus ojos vean
lo que tu corazón desea.
A los diez,
dispuesta
a que se hiciera mi voluntad
así
en la tierra como en el cielo,
hacía
un nudo en el pañuelo
y amenazaba a Poncio Pilato, cola de gato,
con no desatarlo
si no ganaba Boca,
si no
completaba el álbum de figuritas con brillantina,
si no
faltaba la maestra.
A los
doce,
instalada
ya en el desorden
en el
que reino todavía,
tiraba
las llaves al piso
cuando
perdía algo
para que los duendes
me ayudaran a encontrarlo.
A los dieciséis,
si el
sábado amanecía lluvioso,
dejaba una tijera
abierta o dos cuchillos cruzados en la terraza
para
cortar con tanta agua
y
poder ir a bailar.
Un par de años
después,
embadurnadaba
con miel las fotos de los novios que me habían abandonado
y
escribía los nombres de mis rivales
en
papelitos que escondía dentro de mis zapatos:
las
pisaba para doblegarlas,
para
que no me hicieran sombra.
Ahora,
casi
no hay coches amarillos
y los
chicos que me gustaban son señores aburridos.
Ya no
existen las figuritas con brillantina
y
cada día de mi vida,
cuando
suena el despertador,
quisiera
saltar de la cama para ir a la escuela.
Todavía
me fastidia que llueva los sábados,
aunque
los planes más excitantes del fin de semana
sean
una pizza y una película en Netflix.
Los
novios que me abandonaron
vuelven
arrepentidos, cada tanto,
y yo,
que soy también una señora aburrida,
les
digo que estoy casada,
que
vuelven treinta años tarde.
Mis antiguas rivales son mis hermanas.
Pero
todavía creo en la magia
(y sé
que estoy destinada a encontrarla).
Creo
en la magia y cruzo los dedos
una y
otra vez.
Creo,
luego escribo.
Escribo
para seguir creyendo.
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