lunes, 5 de agosto de 2019

MAGIA



MAGIA

Roald Dahl decía que quien cree en la magia
está destinado a encontrarla.
Yo siempre creí en la magia.
A los seis años,
toda ojos y corazón alborotado,
me tocaba el dobladillo cuando veía un coche amarillo
y escribía con un dedo en la palma de la mano
el nombre del chico que me gustaba,
truco infalible para que tus ojos vean
lo que tu corazón desea.
A los diez,
dispuesta a que se hiciera mi voluntad
así en la tierra como en el cielo,
hacía un nudo en el pañuelo
y amenazaba a Poncio Pilato, cola de gato,
con no desatarlo
si no ganaba Boca,
si no completaba el álbum de figuritas con brillantina,
si no faltaba la maestra.
A los doce,
instalada ya en el desorden
en el que reino todavía,
tiraba las llaves al piso
cuando perdía algo
para que los duendes me ayudaran a encontrarlo.
A los dieciséis,
si el sábado amanecía lluvioso,
dejaba una tijera abierta o dos cuchillos cruzados en la terraza
para cortar con tanta agua
y poder ir a bailar.
Un par de años después,
embadurnadaba con miel las fotos de los novios que me habían abandonado
y escribía los nombres de mis rivales
en papelitos que escondía dentro de mis zapatos:
las pisaba para doblegarlas,
para que no me hicieran sombra.

Ahora,
casi no hay coches amarillos
y los chicos que me gustaban son señores aburridos.
Ya no existen las figuritas con brillantina
y cada día de mi vida,
cuando suena el despertador,
quisiera saltar de la cama para ir a la escuela.
Todavía me fastidia que llueva los sábados,
aunque los planes más excitantes del fin de semana
sean una pizza y una película en Netflix.
Los novios que me abandonaron
vuelven arrepentidos, cada tanto,
y yo, que soy también una señora aburrida,
les digo que estoy casada,
que vuelven treinta años tarde.
Mis antiguas rivales son mis hermanas.

Pero todavía creo en la magia
(y sé que estoy destinada a encontrarla).
Creo en la magia y cruzo los dedos
una y otra vez.
Creo, luego escribo.
Escribo para seguir creyendo.



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