“Tigre,
tigre, brillo ardiente
¿qué mano inmortal, qué ojo
pudo forjar tu terrible simetría?”
William Blake
Cuando era chica
me
llevaron tres o cuatro veces al zoológico.
Me
gustaba ir porque ignoraba
lo
que sé ahora:
los
animales lloran para adentro
cuando
el alto gozo de la libertad
los
deshabita.
Pienso
mucho en mis visitas al zoológico.
Especialmente
pienso en los tigres.
Los
que no tenían, ni siquiera,
un
cupo de cielo sobre sus fabulosas cabezas.
Los
que giraban como trompos de sangre
en
una jaula agónica
mientras
mis ojos niños
se
traducían en admiración y miedo.
Los
tigres, bestias perfectas,
y
su dolor de no entender,
su
dolor siempre disponible.
Los
tigres
crujiendo
en su encierro
como
hojas fatigadas,
casi
muertos en su otoño perpetuo,
casi
vivos en un gesto de sol altivo,
un
gesto atávico que perduraba
más
allá de los barrotes.
Me
pregunto, como William Blake,
qué
mano se atrevió a tomar el fuego,
no
para fundarlos,
no
para trazar su terrible simetría,
sino
para extirparles el verde
y
sacrificarlos al cemento.
Para
arrancarles el sexo de cuajo
y
exhibir sin pudor
la
llama quebrada.
Pienso
mucho en los tigres y en sus cuerpos,
en
sus camisas menguantes,
en
sus ojos,
en
su soledad estéril.
Me
pregunto si al caer la noche
seguirían
girando en sus jaulas
mientras
la conversación de las estrellas
les
resultaba tan ajena.
Si
lograban conciliar el sueño.
Si
soñaban con esa otra vida perdida
o
los acunaba
una
leve desmemoria impregnada
de furor y ternura.
Pienso
mucho en los tigres.
Me
siento en deuda con ellos.
Tres
o cuatro veces
admiré
su áspero cautiverio.
Ignoraba
lo que sé ahora:
los
animales lloran para adentro
cuando
la libertad
es
una cátedra vacante,
una
mancha fugaz en la retina,
una
fisura sin vino
que
gravita
sobre la copa de la inocencia perfecta.
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