BIG FISH
Ayer vimos “Big fish”.
Yo, por enésima vez.
Él, por primera.
Los dos recostados en la cama grande
como hace veinte años
cuando nos empachábamos con películas de Disney
y maratones navideñas de Cartoon Network.
“Big fish” fue, durante mucho tiempo,
una especie de broma en la familia:
“La película que le gusta a tu mamá
y a diez locos más”.
La película de los mentirosos compulsivos.
La película de los soñadores compulsivos.
La película de los que merecen la vida que imaginan
y no la vida chiquita que les tocó en suerte.
Dos horas lo miré de reojo
(¿Gran pez, estás ahí?).
Dos horas esperé el visto bueno,
la comunión, la magia
(aunque su padre no cuente historias,
aunque yo no recuerde ninguna de las historias que contó mi padre,
aunque la mayoría de las veces seamos
dos pececitos cautivos
dándonos cabezazos contra la rutina
de una pecera miserable).
Le gustó “Big Fish”.
Sí, es una gran película.
Entre las cosas que te dejo, hijo,
están el Ojo, Spectre,
el vestido celeste que llevaba Sandra Templeton
el día que Edward Bloom la vio por primera vez.
Entre las cosas que me diste está
el pequeño alivio de saber
que habrá algo de mi voz en tu voz
el día que tu palabra me releve
para contar mi historia.
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