ÚLTIMO DESEO
Cuando era joven
y pensaba en las cosas que deseaba hacer
antes de morir
pensaba en grandes cosas.
O, por lo menos,
estaba convencida de que pensaba en grandes cosas.
Liverpool, París,
ser hermosa en la mirada de los otros,
brillar en la palabra.
Hacer de mi cuerpo el cuerpo del poema
y bla, bla, bla.
Hacer algo trascendente.
La vida fue tachando cada deseo
con la naturalidad con la que se tachan,
uno a uno,
los productos de la lista del mercado.
Al final, Liverpool no era más que un paquete de harina.
París, una lata de atún que no esté abollada.
Ser hermosa, brillar, trascender,
algo tan trivial como una bolsa de piedritas para los gatos.
Pero hay un deseo
(un último y fabuloso deseo)
que todavía me toca los ojos cada noche
antes de arrojarlos a la fuente del sueño
como si fueran moneditas de cansancio.
Una pequeña zanahoria de luz
delante de esta burra que hizo de su cuerpo
algo más
(algo menos)
que un puñado de palabras imprescindibles:
ver a los osos en el bosque.
Ver danzar a los osos en el bosque.
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