jueves, 2 de febrero de 2023

PENSAR EN LA MUERTE

PENSAR EN LA MUERTE

Pienso mucho en la muerte.
Es un lujo que puedo darme
porque tengo la panza llena,
dirán algunos.
Es un dudoso lujo que no puedo abandonar
desde que a los 8 años vi morir a mi padre.
Cuando escuché morir a mi padre:
intentó respirar por última vez y hubo un ruido
(un ruido áspero, crepitante,
que imaginé como la bota de un ogro aplastando su garganta).
Un ruido feroz y, después,
el corazón de papá salteándose la vida,
un silencio espeso acampando donde,
hacía apenas unas horas,
había risas, retos, trajín cotidiano.

A mi hermano no lo vi morir:
lo vi muerto.
Hacía una semana que estaba muerto cuando lo encontré,
un bulto oscuro discrepando
con las baldosas blancas de su cocina
(y fue como entrar en la cocina de la muerte,
en su insidioso laboratorio;
pude ver su trabajo después del silencio,
eso que las flores y la tierra ocultan para bien de todos,
la hinchazón, los rasgos licuados,
el olor a infierno).
Con mi hermano llegué después del ruido.
Mucho después.
El único ruido que puedo asociar a su cadáver
es mi grito partiendo en dos
una tarde antinatural como una manzana de cera.

Pienso mucho en la muerte.
Todos los días tarareo “Causas y azares”
y esa es mi forma más habitual de pensar en la muerte:
Cuando Pedro salió a su ventana
no sabí­a, mi amor, no sabí­a,
que la luz de esa clara mañana
era luz de su último dí­a…”
¿No sabía? ¿Realmente no sabía?
¿No hubo una señal, la huella de un dedo ajeno
en el marco de la ventana,
un voz discordante en el monólogo del sol?
¿Cuándo uno abre los ojos
el día que va a morir
no presiente que hay algo que se está escapando,
algo que se está yendo,
un círculo que se cierra a medida que las horas avanzan
en su simulacro de rutina?

Pienso mucho en la muerte.
Es un lujo que puedo darme
porque tengo la panza llena,
dirán algunos.

Probablemente tengan razón.


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