Salía a la calle con una bombacha en la cabeza
y los chicos del barrio nos desternillábamos de risa.
Ni siquiera la infancia
(esa estampita de pureza idealizada que compramos
en alguna feria entre mística y pagana
instalada frente a la catedral de la vida)
se salva de la fina cuota de crueldad
que atraviesa todo lo humano.
Estaba siempre rodeada de perros flacos
y revolvía incansablemente la basura de los vecinos
buscando algo que había perdido hacía años
y jamás encontraba.
“La cordura”, opinábamos con desdén.
Porque estaba loca, claro.
Era la loca Ema.
Si estás loca te siguen los perros de la calle
o atiborrás tu casa de gatos maltrechos
(y si hay alguno tuerto lo llamás Plutón,
como el del cuento de Poe).
Si estás cuerda comprás un animal de raza
y no tocás a los de la calle
por si muerden,
por si están demasiado sucios,
por si están enfermos.
Si estás loca buscás en la basura de los otros
eso que te partió la vida en dos,
la porción de torta que no te tocó,
la llave que te cerró la garganta
y te dejó con el grito adentro
para que se pudra y te pudra,
y te convierta en el hazmerreír del barrio,
la desquiciada que sale a la calle
con una bombacha en la cabeza.
Yo no sé qué buscaba la loca Ema.
Lo único que sé es que estaba sola,
siempre sola.
Y que los perros orbitaban a su alrededor
como si esa mujer fuera el sol y ellos
planetas de costillas descalzas
subyugados por la inapelable ley de gravedad.
Yo no sé quién era en realidad la loca Ema.
Por ahí era el sol,
de verdad era el sol.
Y nosotros,
de puro normalitos,
no nos dábamos cuenta.
Arte: Maureen Scott
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