Era una casa más bien tirando a pobre.
Con el baño afuera
como un desafío
a la insistencia helada del invierno.
Pero tenía un jardín con rosales
y un fondo con seis pinos.
Seis gigantes verdes
que levantaban sus cabezas
sobre los techos vecinos,
y se veían desde lejos,
y reinaban en el barrio
con sus coronas de nidos apretados.
En esa casa fuimos felices,
aún en invierno,
tiritando en las corridas hasta el baño,
esquivando la lluvia que nos mordía los talones
como un perro transparente y fiero.
En esa casa aprendimos la muerte
cuando descubrimos al primer pichón de gorrión
al que el viento no había perdonado
(rosado y desnudo,
pajarito muerto,
de boca enorme y patitas endebles
como hilitos de coser promesas
que no se van a cumplir,
que no se cumplieron nunca).
En esa casa nos tocó la muerte
cuando el corazón de papá
se detuvo como un relojito barato
al que se le acabó la pila
(blanco y frío,
papá muerto,
más blanco que las hojas del cuaderno Rivadavia,
más frío que las corridas hasta el baño en junio,
extraviado como el primer gorrión
al que el viento juzgó imperdonable).
Después de la muerte de papá
los pinos empezaron a molestar,
porque en esa época a mamá le molestaba todo.
Y los hizo cortar
para que nunca más reinaran sobre un barrio
que ya nos estaba quedando lejos.
Sin embargo,
cuando recuerdo la casa,
la recuerdo siempre como una casa con seis pinos.
Debe ser por la canción de Manal.
Seis pinos, diez pinos;
al final, para oxidarse o resistir,
da lo mismo.
Debe ser porque los pinos
marcaron un antes y un después
en la lejana postal de la infancia.
Cuando mamá los hizo cortar
supimos que esa casa casi tirando pobre
nunca más iba a ser la nuestra.
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