Leí en algún lugar
que las mujeres buscamos hombres
parecidos a nuestros hermanos.
Cuando te conocí te dije que te parecías a él.
Difícil, difícil.
Un boleto de ida a la frustración.
Como cuando llueve sopa
y te agarra con un tenedor en la mano.
Pero, no. No te parecías tanto.
Él se burlaba de los poetas
y vos
te enamoraste de mi manía de Alejandrita de cotillón
colgando guirnaldas de luto
(palabras, palabras)
para desanimar la fiesta.
Yo me enamoré de un hombre
hecho a la medida de mi ayuno.
A veces tenía tus ojos.
A veces. Casi nunca.
Para ese entonces estaba tan delgada.
No cocinaba ni comía.
Me encerraba a llorar entre ollas y sartenes
como una Cenicienta anoréxica.
Tenía la tristeza metida en los huesos.
Cuando hacíamos el amor
los embates de tu cuerpo
la empujaban fuera de mí.
Pero nunca se iba demasiado lejos.
Esperaba, agazapada,
enredada entre las sábanas,
y se pegaba a mis muslos
cuando me vestía para irme.
Vos te enamoraste
de mi feroz melancolía.
Me regalaste una novela de Sylvia Plath.
Me citabas en los cementerios.
Pero me dejaste
porque me reía poco
y no sabía bailar.
Todo esto pasó hace tanto tiempo.
De vez en cuando pienso
que me gustaría encontrarte
en la cola del cine.
O en la del supermercado.
Decirte que no nos guardo rencor.
Que ahora me río mucho,
de todos,
de todo,
y bailo entre ollas y sartenes,
mientras preparo brownies,
galletitas de miel
y mermelada de zapallo.
Que no me entra
ninguno de los primorosos vestidos
que me ponía para correr a tu encuentro.
Que cuando paso por un cementerio
me cruzo de vereda.
Decirte, mi querido,
que yo no necesitaba un amante:
necesitaba un gato.
Arte: Jiří Petr
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