martes, 14 de julio de 2020

VÍCTOR



VÍCTOR

Era bueno.
Es lo primero que se me ocurre decir
cuando me preguntan por él.
Podría decir tantas cosas.
Podría decir que lo conocí en la playa,
cuando tenía veinte,
que lo enamoró mi pelo y mi inglés cocoliche
cantando “Help!”,
que me acarició la cabeza
con una ternura que todavía me estremece
cuando me puse a llorar viendo “Reto al destino”
(creo que también lo enamoró la falta de pudor de mis lágrimas:
a los 20 era rutina para mí
desnudarme el agua en los ojos,
todavía no había aprendido la vergüenza,
no me preocupaba parecer ridícula o cursi).
Podría decir que vimos juntos un amanecer
en el muelle de Mar de Ajó
y que jamás me olvidé de lo que murmuró, tiritando:
“Todo lo que perdiste está ahí;
cuando quieras ver a tus muertos
amanecé con ellos.
Son apenas unos minutos, pero ahí están.
Ahí está tu papá,
y te sonríe.”
Podría decir que él me inventó el cuerpo
(que nos inventamos juntos
en los ruidos del amor,
en sus gritos que no callan y otorgan).
Que llegó a mi vida como un milagro
y no se fue en la muerte,
se quedó como un dolor que hiberna, a veces,
y en cualquier momento improvisa una primavera
para sangrarme la memoria.
Podría decir que cuando hablo de Eduardo Manostijeras
hablo de él
(y contar que era peluquero,
que se enamoró de mi melena loca,
de mi credencial eterna de chica despeinada).
Sin embargo,
lo primero que digo
(lo único que digo)
es que era bueno,
inmensamente bueno.
Porque, quizás,
en el fondo,
es lo único que importa.



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