VÍCTOR
Era bueno.
Es lo primero
que se me ocurre decir
cuando me
preguntan por él.
Podría decir
tantas cosas.
Podría decir
que lo conocí en la playa,
cuando tenía veinte,
que lo enamoró
mi pelo y mi inglés cocoliche
cantando
“Help!”,
que me acarició
la cabeza
con una ternura
que todavía me estremece
cuando me puse
a llorar viendo “Reto al destino”
(creo que
también lo enamoró la falta de pudor de mis lágrimas:
a los 20 era
rutina para mí
desnudarme el
agua en los ojos,
todavía no
había aprendido la vergüenza,
no me
preocupaba parecer ridícula o cursi).
Podría decir
que vimos juntos un amanecer
en el muelle de
Mar de Ajó
y que jamás me
olvidé de lo que murmuró, tiritando:
“Todo lo que
perdiste está ahí;
cuando quieras
ver a tus muertos
amanecé con
ellos.
Son apenas unos
minutos, pero ahí están.
Ahí está tu
papá,
y te sonríe.”
Podría decir
que él me inventó el cuerpo
(que nos
inventamos juntos
en los ruidos
del amor,
en sus gritos
que no callan y otorgan).
Que llegó a mi
vida como un milagro
y no se fue en
la muerte,
se quedó como
un dolor que hiberna, a veces,
y en cualquier
momento improvisa una primavera
para sangrarme
la memoria.
Podría decir
que cuando hablo de Eduardo Manostijeras
hablo de él
(y contar que
era peluquero,
que se enamoró
de mi melena loca,
de mi
credencial eterna de chica despeinada).
Sin embargo,
lo primero que
digo
(lo único que
digo)
es que era
bueno,
inmensamente
bueno.
Porque, quizás,
en el fondo,
es lo único que importa.
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