jueves, 9 de julio de 2020

LA TÍA VIRGINIA



LA TÍA VIRGINIA

La tía Virginia no tenía marido.
Pero no era como mamá
o como la abuela
que tenían maridos muertos,
una cruz en el lado vacío de la cama,
calas y clivias los domingos
antes de la ceremonia inapelable de los ravioles.
Tampoco era como la vecina de al lado,
que no tenía marido,
ni vivo ni muerto,
una mujer reconvertida en mancha de hollín 
sin memoria de hoguera
que no devolvía la pelota
cuando una patada vehemente y desorientada
la condenaba a su jardín de maldiciones en voz baja.
La tía Virginia no tenía marido y era feliz.
Eso la hacía misteriosa, fabulosa,
la reina de los portacosméticos  y los vasos de whisky,
la reina del casino.
Cuando venía de visita
mi hermana y yo hurgábamos en su cartera,
seguíamos a pies juntillas el mapa de la alegría,
cantábamos victoria con cada pequeño tesoro encontrado:
una pulsera,
un lápiz de labios,
un frasquito de perfume.

Una mañana
la tía discutió con la abuela en el patio.
Nosotras andábamos por ahí,
haciendo como que jugábamos
pero tratando de adivinar por qué
la galería brotada de jazmines se había convertido,
de pronto,
en un ida y vuelta de gritos y sermones.
No sé mi hermana, que era un poco más grande,
pero yo no entendí nada.
¿Quién podía reprocharle algo a la reina de los portacosmésticos,
a la tía que siempre estaba contenta,
a la que nunca nos decía que no?

La tía Virginia no tenía marido.
Con los años supimos que tenía amantes.
Todavía brindamos por ella. 

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