LA TÍA
VIRGINIA
La tía
Virginia no tenía marido.
Pero
no era como mamá
o como
la abuela
que
tenían maridos muertos,
una
cruz en el lado vacío de la cama,
calas
y clivias los domingos
antes
de la ceremonia inapelable de los ravioles.
Tampoco
era como la vecina de al lado,
que no
tenía marido,
ni
vivo ni muerto,
una mujer reconvertida en mancha de hollín
sin memoria de hoguera
sin memoria de hoguera
que no
devolvía la pelota
cuando
una patada vehemente y desorientada
la
condenaba a su jardín de maldiciones en voz baja.
La tía
Virginia no tenía marido y era feliz.
Eso la
hacía misteriosa, fabulosa,
la
reina de los portacosméticos y los vasos
de whisky,
la
reina del casino.
Cuando
venía de visita
mi
hermana y yo hurgábamos en su cartera,
seguíamos
a pies juntillas el mapa de la alegría,
cantábamos
victoria con cada pequeño tesoro encontrado:
una
pulsera,
un
lápiz de labios,
un
frasquito de perfume.
Una
mañana
la tía
discutió con la abuela en el patio.
Nosotras
andábamos por ahí,
haciendo
como que jugábamos
pero
tratando de adivinar por qué
la
galería brotada de jazmines se había convertido,
de
pronto,
en un ida
y vuelta de gritos y sermones.
No sé
mi hermana, que era un poco más grande,
pero
yo no entendí nada.
¿Quién
podía reprocharle algo a la reina de los portacosmésticos,
a la
tía que siempre estaba contenta,
a la
que nunca nos decía que no?
La tía
Virginia no tenía marido.
Con
los años supimos que tenía amantes.
Todavía
brindamos por ella.
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