NUESTROS
DESAYUNOS
A Rosana
Extraño nuestros desayunos.
Extraño empezar mi día revoleándote la llave
para no tener que salir a abrir la puerta
despeinada y en pijama
(no sea cosa que me agarre el Google Maps
y quede escrachada para toda la cosecha).
Extraño que batas el café
mientras yo escribo
y hablemos de trivialidades:
¿Megan o Kate?
¿Botas Chelsea o media caña?
¿Hugh Jackman o Jason Momoa?
Extraño, también, esas otras charlas,
las que tenemos cuando vos servís el café
y yo dejo de escribir,
y las princesas, las botas y los hombres se desvanecen,
porque la vida real nos suelta la lengua
y nuestras voces atolondradas
tropiezan con la vajilla,
la mermelada, las facturas de ayer.
Esas charlas deshacen
la madeja de soledad, frustración y tristeza
que ovillamos durante toda la semana.
Y tejen una manta de palabras
que nos consuela y nos fortalece.
Extraño nuestros desayunos.
Esos en los que yo me quejo de la maternidad
y juro que si hubiera sabido
criaba gatos desde el principio.
Esos en los que vos hablás de aquella vida pasada,
cuando nos conocimos,
hace cien años,
hace trescientos,
y vestíamos de época
con trajes llenos de volados que planchaban otras.
Esos que tu hija compara
con las meriendas delirantes en el País de las Maravillas
(porque son locos, sí,
y un poco mágicos,
y siempre celebramos la coincidencia
de no cumplir años el mismo día).
Esos que reafirman mi convicción de que la amistad
es muchísimo más rara que el amor,
muchísimo más difícil.
Exige cierta nobleza
de la que el amor puede prescindir.
Una sinceridad más honda.
Extraño nuestros desayunos.
Extraño ese mantel que es
nuestra capa común de superheroínas.
Extraño volar con vos
sobre las cucharitas y las tazas
y fantasear con no aterrizar nunca.
Extraño decirte que te quiero.
Pero no por mensaje o por teléfono.
Decírtelo mientras vos batís el café
y yo escribo.
Y nos ponemos de acuerdo con las princesas y las botas.
Con los hombres, nunca.
A Rosana
Extraño nuestros desayunos.
Extraño empezar mi día revoleándote la llave
para no tener que salir a abrir la puerta
despeinada y en pijama
(no sea cosa que me agarre el Google Maps
y quede escrachada para toda la cosecha).
Extraño que batas el café
mientras yo escribo
y hablemos de trivialidades:
¿Megan o Kate?
¿Botas Chelsea o media caña?
¿Hugh Jackman o Jason Momoa?
Extraño, también, esas otras charlas,
las que tenemos cuando vos servís el café
y yo dejo de escribir,
y las princesas, las botas y los hombres se desvanecen,
porque la vida real nos suelta la lengua
y nuestras voces atolondradas
tropiezan con la vajilla,
la mermelada, las facturas de ayer.
Esas charlas deshacen
la madeja de soledad, frustración y tristeza
que ovillamos durante toda la semana.
Y tejen una manta de palabras
que nos consuela y nos fortalece.
Extraño nuestros desayunos.
Esos en los que yo me quejo de la maternidad
y juro que si hubiera sabido
criaba gatos desde el principio.
Esos en los que vos hablás de aquella vida pasada,
cuando nos conocimos,
hace cien años,
hace trescientos,
y vestíamos de época
con trajes llenos de volados que planchaban otras.
Esos que tu hija compara
con las meriendas delirantes en el País de las Maravillas
(porque son locos, sí,
y un poco mágicos,
y siempre celebramos la coincidencia
de no cumplir años el mismo día).
Esos que reafirman mi convicción de que la amistad
es muchísimo más rara que el amor,
muchísimo más difícil.
Exige cierta nobleza
de la que el amor puede prescindir.
Una sinceridad más honda.
Extraño nuestros desayunos.
Extraño ese mantel que es
nuestra capa común de superheroínas.
Extraño volar con vos
sobre las cucharitas y las tazas
y fantasear con no aterrizar nunca.
Extraño decirte que te quiero.
Pero no por mensaje o por teléfono.
Decírtelo mientras vos batís el café
y yo escribo.
Y nos ponemos de acuerdo con las princesas y las botas.
Con los hombres, nunca.
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