EL PERFECTO GALÁN
Roy Harold Scherer, Jr.,
el chico abandonado por su padre y abusado por su padrastro,
descubrió que quería ser actor
con una linterna de acomodador de cine en la mano.
Llegó a California en 1946
y cuando no conducía un camión
o fracasaba en el intento de vender aspiradoras,
se apostaba en la puerta de los Estudios
soñando con ser descubierto.
Roy tenía dificultades para memorizar cualquier parlamento
y cierta torpeza frente a las cámaras,
pero era tan hermoso
que la Universal Pictures no dudó en invertir en él tiempo y dinero
y convertirlo en Rock Hudson,
el perfecto galán,
un sublime objeto de deseo made in Hollywood,
apto para abuelas, madres,
y señoritas de rodillas apretadas
hambrientas de campanas nupciales.
Pero el gigante amable no era el novio ideal
y su sonrisa irresistible no encajaba
en las páginas de los confesionarios adolescentes.
La Meca del Cine lo había obligado
a convertir el amor en un secreto,
a maquillar el deseo,
a tener una esposa pantalla
(una chica tan ingenua que tardó tres largos años en notar
que a su marido
le gustaban veinteañeros y rubios).
Rock Hudson vivió casi toda su vida
en un armario de cristal,
del que se sólo atrevió a salir cuando el HIV
(el cáncer gay, la peste rosa,
eso que le pasaba a la gente que no era Rock Hudson)
lo chantajeó como otro amante sin escrúpulos.
Murió a los 59 años,
libre.
De "Enaguas de encaje rotas", Editorial Ruinas Circulares (2019)
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