CHICA BOND
Ella tenía la boca cruel,
dulce como un látigo de flores.
Cierto resplandor en las caderas,
cierto horizonte cuajado
en el mediodía del ombligo.
Tenía un bikini blanco
y el aire de impudicia y libertad
de una groupie de los ‘70
con el vello púbico teñido de verde.
No era una princesa ni una emperatriz
(no era Sissi vomitando infelicidad
en los dorados rincones de palacio,
ni siquiera era Romy Schneider,
tratando de encajar en la cama de Delon,
tan muerta, tan sola,
tan madre amputada doliéndole a nadie).
Ella tenía el mar a su espalda.
Y toda ella era su espalda,
era la parte trasera de una Venus de Boticcelli,
un culo redondo como esas manzanas elegidas
que no compramos nunca
porque sabemos
que no las eligieron para nosotros.
No era la chica de al lado
(faltaba todavía
para la anodina sonrisa de Meg Ryan,
nadie podía imaginarla con una escoba en la mano,
imposible encontrarla
en el insulso pasillo de un supermercado).
No era la primera novia.
No era la novia de nadie.
Ella tenía veintipico de años.
Un marido que la concebía
como un artículo de lujo
y la reemplazó por una rubia más joven,
que a su vez fue reemplazada por otra,
y así llegamos a la chica 10
y a la estúpida moda de llenarnos la cabeza de trencitas.
Tenía el desamor escondido
detrás de la sonrisa,
como todas.
Tenía una vagina donde nadie
pudo plantar bandera.
Ella tenía una boca, un ombligo, unas caderas.
Tenía un bikini blanco.
Tenía ese bikini blanco.
No era una gran actriz.
Imposible olvidarla.
Arte: "Ursula Andress as Honeychile Rider", Steve Rude
De "Enaguas de encaje rotas", Editorial Ruinas Circulares (2019)
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