viernes, 14 de diciembre de 2018

ROMY SCHNEIDER ESCRIBE UNA CARTA PARA SU HIJO MUERTO



ROMY SCHNEIDER ESCRIBE UNA CARTA PARA SU HIJO MUERTO



París, 29 de mayo 1982.

Romy recuerda.

Recuerda la sentencia de su padre

antes de abandonarla:

“Tenés cara de rata, pero sos fotogénica”.

Recuerda los años de la guerra,

su infancia vulnerada posando junto a Hitler

de la mano de una madre saturnina

que la concibió como un bocado de lujo.

Recuerda sus años de emperatriz risueña

y un poquito cursi,

un trompo iridiscente girando

en una corte de cartón pintado.

Recuerda la cama de Delon y dos ramos de rosas:

uno para enamorarla,

puppelé, puppelé,

otro para decirle adiós.

Pero sobre todo recuerda a David

y su útero es una prenda fina mal lavada

que se encoge, se aja.



Como cada noche

desde hace casi un año

Romy Scheineder escribe una carta para su hijo muerto.

La escribe con sangre, con alcohol,

con pastillitas de colores que remedan

un lejano tiempo de confites.

Le habla de la marca gris que dejó su risa,

esa pintura descolgada a destiempo,

en todas las paredes de la casa.

De las virutas de frío que se cuelan entre sus huesos

a pesar de la obstinación de la primavera.

Romy mira las fotos de su hijo,

le camina la boca con sus lágrimas,

y la memoria la arranca de su  silla Luis XV

como a una flor de alambre

y la arroja a un hervidero de chatarra,

de cosas oxidadas.



Como cada noche

desde hace casi un año

Romy Scheineder escribe una carta para su hijo muerto,

poupette, poupette.

Después cierra los ojos

con un cansancio hambriento que no tiene retorno

y se queda dormida.




Fotografía: Romy Schneider y su hijo David en Saint-Trpez, Francia, en 1968, Jean-Pierre Bonnotte  



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