Rudy fue jardinero,
lavaplatos, carterista, gigoló
y socio involuntario del club del hambre.
Su suerte cambió el día que se plantó frente a
una cámara,
todo ojos verdes y pestañas saturadas de rimmel,
y pasó de inmigrante italiano
a sheik, torero, amante supremo,
remiendo
de cartón pintado endulzando
la
soledad anorgásmica de las amas de casa,
secreto
inconfesable de los ascensoristas del Ritz
y de
los cowboys que juraban despreciar su
cara empolvada
y
soñaban con su torso desnudo e impecable.
Rudy también tenía un secreto,
un
secreto que hundía
como
una lengua afiebrada o un ladrido
en
las bocas de sus esposas lesbianas
y se
hacía mordida en los bares gay de Hollywood.
Un
secreto que se llevó a la tumba
para
no insultar
la
marcial virilidad americana.
Dicen
que Rudy vuelve cada noche
y su
fantasma todavía golpea
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