HABLEMOS
DE LA VIOLACIÓN
A So Sonia
Hablemos
de la violación
me dice una pibita
irreverente.
Y yo que no soy tan pibita
ni tan irreverente
miro para otro lado,
acomodo y desacomodo latas de tomate,
acomodo y desacomodo libros de poesía que no le vendí a nadie,
acomodo náuseas,
pelos pegoteados,
acomodo miedo.
Tarareo “Mejor no
hablar de sientas cosas”.
Tarareo “Fuera de mi
vida”.
Pero la pibita
insiste.
Bueno, dale, hablemos.
¿Qué
querés que te cuente?
Te puedo contar que yo tenía diecisiete años,
una minifalda roja,
una remera con un dibujo del Pato Donald,
un noviecito del secundario quequeríayyono,
quenoqueríayyosí.
Que estábamos
convenciéndonos y desconvenciéndonos
en un lugar más o menos lindo,
más o menos apartado,
más o menos verde.
Que apareció un tipo que dijo ser policía y nos asustó
(los chicos decentes
no se besan así,
las
chicas decentes no tienen ese culo y esa minifalda roja;
del Pato Donald ni
se enteró).
Que obligó al pibe a tomarse un colectivo
y a mí me puso un revólver en la sien
y a tumbarme boca
arriba en un yuyal cercano.
Me quedé paralizada, sabés.
Nunca había tenido un revólver en la sien.
Nunca
había visto un revólver.
No tenía que gritar pero grité.
Algo me rompió el cuerpo.
Algo inmundo me
rompió el cuerpo.
Todavía tiemblo cuando recuerdo ese dolor absoluto
que me atravesó la vagina, el útero, el estómago,
el corazón, la cabeza.
Todavía corro al baño a vomitar cuando recuerdo a ese
monstruo
al que nadie invitó
comiendo del banquete de mi cuerpo.
Hablemos.
¿Qué
querés que te cuente?
Que casi nadie me creyó
(¿cómo no estás golpeada,
reventada, agonizando,
cómo
tenés el descaro de seguir teniendo ese culo,
esas
piernas, esos diecisiete años?).
Que me llevaron a denunciar al tipo
a la misma comisaría donde supuestamente trabajaba
y me escapé llorando porque todos,
todos,
eran iguales a él,
depredadores que me miraban las tetas,
depredadores azules.
Que me pregunté mil veces si la pollera era demasiado corta,
si besarse así en
público era cosa de chicos decentes,
si tendría que haberme dejado matar
porque una minifalda roja muerta,
un culo muerto,
unos diecisiete años muertos
hubieran sido una prueba irrefutable de que sí,
de que
me habían violado.
Que costó el amor cuando llegó.
Que nunca me atreví a contárselo a mi hijo.
Que el suicidio con el que fantaseé a los cuarenta
tenía los ojos de
papá,
las manos del novio que me arrebató a los veintidós un estúpido accidente
y esa remera azul con un dibujo del Pato Donald.
Hablemos
de la violación.
No sé si era esto lo que esperabas que te dijera.
No importa.
Al final pude hacer a un lado las latas de tomate,
los libros de poesía,
las náuseas, el miedo,
y
hablar.
Yo, que me sentaba quietecita en el aula
a escuchar como la maestra repetía ese mantra funesto,
el silencio
es salud, el silencio es salud.
Yo, que escribo poemas elípticos
usando la palabrita rape,
porque suena más
suave,
suena a Nirvana,
y por ahí el que la lee no sabe inglés y ni se entera.
Yo, que todavía no puedo dejar de avergonzarme
cuando pienso que me pasó eso.
Hace treinta años.
Ayer.
Apenas
ayer.