LA MUJER DE LOS OJOS ATADOS
Esa mujer amaba
con los ojos atados, así, como una tonta.
Se los habían atado hace mucho tiempo, cuando todavía era una niñita de pan y manteca, de rodillas raspadas y de ositos de felpa batallando con braguitas de satén. Le habían atado también las manos, y la lengua, y las alas de mariposa de los labios de su vulva inquieta. Y así amaba ella, porque no sabía amar de otra forma. Amaba hecha un nudo tembloroso, un nudo de carne y hueso, y músculos, y tendones. Un nudo de trapo y fuego. Un nudo.
Se los habían atado hace mucho tiempo, cuando todavía era una niñita de pan y manteca, de rodillas raspadas y de ositos de felpa batallando con braguitas de satén. Le habían atado también las manos, y la lengua, y las alas de mariposa de los labios de su vulva inquieta. Y así amaba ella, porque no sabía amar de otra forma. Amaba hecha un nudo tembloroso, un nudo de carne y hueso, y músculos, y tendones. Un nudo de trapo y fuego. Un nudo.
En el fondo de
su corazón, bien pequeñito, anidaba un nombre, o quizás una palabra, que había
perdido su significado de tanto repetirla en sus eternas noches de sofocos y
celo mutilado, una palabra que nunca dejó de morderle el cuello y vomitarle en
su rostro siempre prolijamente maquillado, su impronta de caminos diversos y
futuros prodigiosamente diferentes. “Libertad”,
era la palabra, y la mujer de los ojos atados se asustaba cuando esa palabra subversiva se
bañaba en el río fecundo de sus lágrimas.
Él la visitaba
algunas veces, y ella sabía cuáles eran los motivos de esas visitas: él quería
desatarle los ojos, y la lengua, y los labios alados de su vulva-mariposa, y,
como una dulce paradoja, la ataba con cuerdas reales para amarla, como si esas
cuerdas reales pudieran exorcizar los nudos invisibles que la mantenían siempre detenida en la lluvia, siempre detenida en el recelo, siempre detenida en la culpa.
Él le hablaba de
millones de sueños. “Andá probándote”,
le decía a la mujer a la que no habían atado nunca con agua bendita y anillitos
dorados, y le mostraba vestidos blancos como el esqueleto de la luna, y ella se
probaba todos los vestidos, con los ojos atados, con el alma atada, pero se los
probaba. Y se miraba en un espejo diáfano, que por primera vez no era de cenizas. Y sonreía.
Eran días al
lado de la vida. Porque la vida era otra, la vida eran los nudos, y las redes
asfixiantes, y esos días eran como un pequeño sidecar de ilusión enlazados a la
motocicleta de tedio y rutina con la que ella se estrellaba todo el tiempo
contra una realidad que le había quedado chica. ¿Cómo no iba a estrellarse, si
tenía los ojos atados?
Hubo poemas, y canciones, y suspiros. Poemas que ella escribió, y canciones que crecieron hasta convertirse en el soundtrack de esta historia, y suspiros porque las esperas eran eternas, y era tan poco el tiempo que había para que él jugara en la cascada de su risa y ella respirara con placer su atmósfera (su olor salvaje a hombre urgente que le recordaba que sus instintos estaban heridos, que la habían domesticado demasiado pronto, que estaba matando todo aquello por lo que valía la pena vivir).
Hubo poemas, y canciones, y suspiros. Poemas que ella escribió, y canciones que crecieron hasta convertirse en el soundtrack de esta historia, y suspiros porque las esperas eran eternas, y era tan poco el tiempo que había para que él jugara en la cascada de su risa y ella respirara con placer su atmósfera (su olor salvaje a hombre urgente que le recordaba que sus instintos estaban heridos, que la habían domesticado demasiado pronto, que estaba matando todo aquello por lo que valía la pena vivir).
Ella lo amaba, y
amaba sus flores, esas flores que le recordaban que estaba viva, que rompían
las palabras congeladas en su boca para que esas palabras devinieran en flechas
agudas que atravesaran el pérfido costado de ese depredador ávido que le mordía
el alma: el miedo.
Ese hombre amaba
con las manos atadas, así, como un tonto. No pudo amar de otra manera. Ella le
contagió sus nudos y sus sigilos. Ella lo contaminó con sus celdas. Y él no
tuvo puertas para escapar de un final anunciado, porque ella se había encargado
de tapiar todas las puertas.
Un día de
llovizna apareció en el aire el olor de los amores muertos.
Llovizna adentro.
Llovizna en los ojos, y en las bocas, y en las manos, y en las alas de la
inquieta vulva-mariposa que no pudo desatarse y volar hasta incrustarse para
siempre en el sexo bendito de ese hombre que amó con las manos atadas, y
empaparse gozosa con el luminoso torrente de su semen.
“Señores,
quiero pedir un minuto de silencio
a favor de un amor que murió con los ojos atados,
con las manos atadas,
así, como un tonto.”*
quiero pedir un minuto de silencio
a favor de un amor que murió con los ojos atados,
con las manos atadas,
así, como un tonto.”*
Señores, quiero pedir un minuto de silencio a favor de la que fui y de la que
no me atreví a ser, de la que barrió el polvo de una vida rota debajo de la
alfombra mágica con la que tendría que haber emprendido vuelo, de la que se
desató los ojos, sí, pero lo hizo demasiado tarde.
*Jose Tadeo Tápanes Zerquera
*Jose Tadeo Tápanes Zerquera
Mención del Jurado
Cuento V Concurso Bienal de Literatura "Barracas al Sud" - Instituto
de Letras de la
Municipalidad de Avellaneda, Avellaneda, Bs. As. (2008)
Bello y tan duro como una fría mirada !!!
ResponderBorrarRosa Lía
Rosa Lía, casi no escribo prosa. No sé cómo salió esto. Un beso grande.
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