DE MI ESTADÍA EN EL PAÍS DE OZ
No sé cuál era el nombre del tornado
que me arrastró al País de Oz:
¿dolor, desamor, desconsuelo?
Sólo sé que estuve sola en el viaje,
y que fui yo la niñita que necesitaba volver a casa,
la que necesitaba un corazón,
y un cerebro,
y la valentía para mirarse al espejo
aceptando que los años conspiraban
debajo de mis ojos antes tan luminosos,
y había algunos cabellos blancos
mordiéndome las sienes,
y un puñado de cuentas sin saldar
abiertas en mi piel
como llagas umbrías.
Hice el viaje hasta Ciudad Esmeralda
subida a unos zapatos rojos de tacón
que me quedaban un poco grandes
(Freud, zapatos rojos,
pasiones desbocadas,
obsesiones…
sólo por una vez
déjenme pisotear las reglas
de un mundo que no entiendo).
Hubo caminos amarillos interminables
donde reposar mi otoño
y fui todas las Reinas,
y todas las Brujas
(las malas y las buenas,
las muertas y las vivas).
Gocé entre amapolas,
pero me quedé dormida
y no supe despertar a tiempo
(las mentiras son poderosos narcóticos;
necesitamos creer y creemos
y nos hundimos cada vez más
en un falso paraíso alucinado).
Ustedes ya saben cómo termina el cuento:
Oz, “el Grande y Terrible”,
era un hombrecito insignificante.
El gran farsante
atiborró mi cabeza con afrecho, alfileres
y un poco de paja,
y me regaló un bonito corazón
de seda roja
relleno de aserrín,
y me dio a beber una pócima falaz
jurando que me haría valiente.
Y me empujó fuera de Ciudad Esmeralda
(una ciudad que, al fin y al cabo, no era verde:
era una ciudad gris,
como todas las ciudades,
sólo que el hombrecito me obligó a usar anteojos coloreados
para que yo viera las cosas
como él creía que debía verlas).
Todavía me faltaba volver a casa.
Cerré los ojos
y deseé con todas mis fuerzas
dejar atrás ese país artificial, bello y extraño
donde anidaba la mentira
y la crueldad era moneda corriente.
No sé cuál era el nombre del tornado
que me arrastró al País de Oz:
¿dolor, desamor, desconsuelo?
Sólo sé que estuve sola en el viaje,
y que fui yo la niñita que necesitaba volver a casa,
la que necesitaba un corazón,
y un cerebro,
y la valentía para mirarse al espejo
aceptando que los años conspiraban
debajo de mis ojos antes tan luminosos,
y había algunos cabellos blancos
mordiéndome las sienes,
y un puñado de cuentas sin saldar
abiertas en mi piel
como llagas umbrías.
Hice el viaje hasta Ciudad Esmeralda
subida a unos zapatos rojos de tacón
que me quedaban un poco grandes
(Freud, zapatos rojos,
pasiones desbocadas,
obsesiones…
sólo por una vez
déjenme pisotear las reglas
de un mundo que no entiendo).
Hubo caminos amarillos interminables
donde reposar mi otoño
y fui todas las Reinas,
y todas las Brujas
(las malas y las buenas,
las muertas y las vivas).
Gocé entre amapolas,
pero me quedé dormida
y no supe despertar a tiempo
(las mentiras son poderosos narcóticos;
necesitamos creer y creemos
y nos hundimos cada vez más
en un falso paraíso alucinado).
Ustedes ya saben cómo termina el cuento:
Oz, “el Grande y Terrible”,
era un hombrecito insignificante.
El gran farsante
atiborró mi cabeza con afrecho, alfileres
y un poco de paja,
y me regaló un bonito corazón
de seda roja
relleno de aserrín,
y me dio a beber una pócima falaz
jurando que me haría valiente.
Y me empujó fuera de Ciudad Esmeralda
(una ciudad que, al fin y al cabo, no era verde:
era una ciudad gris,
como todas las ciudades,
sólo que el hombrecito me obligó a usar anteojos coloreados
para que yo viera las cosas
como él creía que debía verlas).
Todavía me faltaba volver a casa.
Cerré los ojos
y deseé con todas mis fuerzas
dejar atrás ese país artificial, bello y extraño
donde anidaba la mentira
y la crueldad era moneda corriente.
Pero antes, me descalcé.
Zapatos rojos, nunca más.
Zapatos rojos, nunca más.
Arte: Jordan Carson
Del poemario "Once Upon A Time" (2014)

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