Era el amor en el tiempo en que las frutas
parpadean cegadas de verano.
Mis dieciséis años en puntas de pie
no alcanzaban a sus veintiuno.
Pero su cara era una cicatriz blanca,
una luna llena encandilada,
cuando la noche se comía al tiempo
en su insistente tic tac de deseo.
Yo lo pensaba y soñaba
los sueños de Camila O’Gorman.
Escaparnos, huir,
que me tocara,
deshojarme entre sus dedos.
Cambiar de nombre,
de rumbo,
de historia.
Él me pensaba, quizás,
y me llevaba a pasear en su mirada.
Dieciséis años,
guardapolvo tableado.
Y debajo de la piel un relámpago.
Una vez me besó.
Mi cuerpo insistía tanto
que él bajó hasta mi boca
y forjó un nido de saliva en mi lengua,
como si fuera el pájaro
más hermoso del mundo.
A veces pienso
que nunca volví a amar como lo amé.
Cien miradas y un beso.
Tan poco. Tanto.
Era el amor en un tiempo de flores,
una amenaza dulce,
una sed exquisita,
un nudo de sandías y cigarras.
Eso que nos pasa cuando tenemos dieciséis
y recordamos
como el primer dolor.
Como el primer milagro.
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