Resplandecían
como
palacios edificados con miga de pan y saliva,
y
en su memoria germinada de espejos
se
multiplicaban los pecados más hondos.
En
sus párpados de algodón y lienzo
dormitaba
el relámpago.
Yo
entraba a esos hoteles
de
la mano del viento.
Jugaba
a olvidar mi nombre.
Imaginaba
a
todas las mujeres que me habían precedido,
obstinadas
gotas de miel marcando pertenencia
en
el cielorraso de las habitaciones,
perpetuas
en su desnudez complacida.
Imaginaba
que
esos hoteles eran museos vivos
donde
los cuerpos fosforecían
y
las piernas eran obras de arte
colgadas
de las paredes.
Yo
entraba a esos hoteles,
casi
siempre encendía un cigarrillo,
y
dejaba que el amor me sorprendiera,
altivo
como un gato.
Me rompía
en
un golpe de ansiedad y sangre
para
que Dios recogiera los pedazos
y
me creara nueva,
ondulante
como una serpiente de oro,
virginal
como un puerto a mediodía.
Yo
entraba a esos hoteles,
casi
siempre una flor inquieta,
casi
siempre una fruta
a
punto de caer del árbol.
Me
parecía al fuego
y
era el fuego.
Eterna
en un instante.
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