La
muerte está en la casa.
Es
una presencia impalpable pero rotunda
que
se va abriendo paso entre los geranios del patio
hasta
tocarte la cabeza con su mano helada
(buen chico te decía yo
cuando
te palmeaba la cabeza
y
vos movías la cola
feliz
de hacerme feliz,
tan
puro,
tan
enteramente puro
como
un puño levantado
en
nombre del pan).
La
muerte está en la casa.
Hace
equilibrio en tu hocico húmedo.
Cuenta
tu país de costillas desnudas.
Está
en la casa y nos obliga
a
hablar en voz baja,
a
caminar en puntas de pie,
a
organizar el dolor
(¿Dónde lo vas a enterrar?, pregunto,
como
si lo atroz fuese lo cotidiano).
La
muerte está en la casa.
A
veces
se
distrae con los geranios del patio,
flota
sobre las macetas
como
una virgen oscura,
y en tus ojos hay una lucecita
que
confundo con el milagro.
Pero
no.
No,
no, no.
No.
La
muerte está,
espera
una indiscreción,
un
pequeño error,
un
intersticio entre la vida
y tus pasos dudosos
como conejitos quebrados.
La muerte está
para dejarme huérfana de vos,
hoy, mañana, pasado,
cuando tu corazón lo decrete.
Cuando los geranios sepan
que es un despropósito florecer en
otoño
y apaguen sus rojos hasta esa extraña primavera
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