viernes, 28 de abril de 2023

LA LLORONA


 LA LLORONA



Debo confesar, entre muchas otras cosas,

que casi, casi,
me pasé toda la vida llorando.


Al principio lloraba por las mismas cosas
por las que llora todo el mundo:
tenía hambre, tenía frío, tenía sueño.
Con el paso de unos pocos años
fui encontrando mis motivos personalísimos.
Lloré porque el hombre mató a la madre de Bambi
y porque se murió la novia de Gardel
(lloré de tristeza y lloré de estupor:
a los cuatro años  ya es dificilísimo aceptar que se muera una novia,
pero que el novio se ponga a cantar es demasiado).
Lloré por la pobre solterona que se había quedado
sin ilusión y sin fe,
por la fea que iba procurando que el mundo no la viera
camino del taller,
por la hija de Libertad Lamarque que también era cieguita
y no podía jugar
(yo creía que era la hija de Libertad Lamarque;
después me enteré que no
pero, de todos modos, seguí llorando).
Lloré por el último organito
y por Luis Otero, el Sapito, del poema de Gagliardi,
al que el Destino Maldito le arrebató a la mamá.


Lloré  por casi todos los personajes de “Corazón”,
por la dulce Beth March,
porque Jo no se quedó con Laurie,
porque el País de las Maravillas fue sólo un sueño,

porque los Reyes Magos eran los padres.
Lloré por un lobo disfrazado de príncipe
que se empecinó en probarme un zapatito de cristal
demasiado pequeño  para mí
y me condenó a sangrar para siempre.
Lloré por Julieta, por Isolda, por la Reina Ginebra,
por Margarita Gautier, por  Manon Lescaut,
por Anna Karéninna, por la Dama del perrito,
por Madame de Tourvel .
Porque Clark Gable  abandonó a Vivien Leigh,
porque Humphrey Bogart dejó ir a Ingrid Bergman,
porque Meryl Streep no se bajó de la camioneta
para correr a los brazos de Clint Eastwood
(aunque sabía que no se tenía que bajar,
no, no, no,
bajarse hubiera sido convertir un amor de película
en un amor de entrecasa,
demasiado usado,
con agujeros mal zurcidos en la puerta del domingo).
Lloré porque Montgomery Clift  no sobrevivió a Pearl Harbor,
porque Leonardo DiCaprio no sobrevivió al Titanic,
por la mirada de Christian Bale en la escena final de “El imperio del Sol”.


Lloré cuando mataron a Lennon
y cuando se desmoronaron las Torres Gemelas
(y me dijeron taradano llores, son yankees;
entonces lloré porque me dijeron tarada
y porque nadie pensó en lo que habrá sentido esa mujer
que prefirió reventarse la cabeza contra el asfalto
antes de morir calcinada).
Lloré porque la Muerte
no se conformó con arrebatarme personajes de ficción
y fue por todo.
Porque me enamoré siendo demasiado joven
y me enamoré siendo demasiado vieja.
Lloré cuando fui a parir, cuando parí,
cuando me pusieron a mi bebé en los brazos.
Lloré la primera vez que hicimos el amor
y la última vez que lo vi.
Girondo estaría orgulloso de mí, lloré como él quería:
conlanarizconlasrodillasporelombligoporlaboca.
Lloré para atrás y para adelante:
lloré cuando se separaron los Beatles
(aunque cuando se separaron los Beatles yo tenía tres años
y no sabía quiénes eran)
y lloré cuando se casó mi hijo
(aunque mi hijo recién está estrenando su primera novia).
Lloré para arriba
(nunca hay que llorar para arriba
porque te puede caer el llanto en la cara),
lloré para abajo
(y fui dejando una sutil estela de sal detrás de mí
como si fuera un caracol hecho de suspiros),
lloré para los costados
(y salpiqué a los que estaban sentados al lado mío en el aula,
en el cine,
en el colectivo,
en la sala de espera del ginecólogo).
Gasté fortunas en pañuelos descartables y aquí estoy,
más pobre que nunca.


Supondrán las personas razonables que tanto llanto
debe haberme consumido.
Pero no.
Estoy escandalosamente rozagante.
Lo que no deja de ser motivo de llanto:
los pantalones no me cierran.
Lloré tanto, tanto, que para contarlo
escribí un poema larguísimo.
Ustedes se habrán aburrido, pero a mí
¿quién me quita lo llorado?



miércoles, 26 de abril de 2023

SI UN PERRO


SI UN PERRO


Dicen que los perros callejeros saben
cuándo dejar de seguirte.
Sin embargo,
si un perro me sigue,
cruzo los dedos para que no lo sepa.
Para que persista colgado de mis pasos
hasta la puerta de mi casa.
Si llega hasta la puerta
no tengo excusa para no dejarlo entrar.


Si un perro entra en tu casa
es como si entrara Dios.
Como si la vecina más vieja del barrio
te dejara un santito itinerante
para que lo cuides un día,
y le prometas, y le ruegues,
antes de pasárselo a la que vive al lado.
Como si el santito bendijera
cada rincón de tu rutina.


Cuando era chica y pretendían asustarme
con el viejo de la bolsa y su escolta de perros,
yo pensaba, como casi siempre,
que los adultos eran ridículos y un poco ignorantes.
¿Quién podía tenerle miedo
a ese barrilete solitario
que se remontaba al misterio
con una cola de animales multicolores?
¿Quién podía tenerle miedo,
si los perros hociqueaban sus manos,
las lamían,
se enredaban en sus dedos
como guirnaldas de una fiesta secreta
a la que la gente formal y aburrida
no había sido invitada?
Y nunca dejaban de seguirlo,
nunca soltaban el olfato
detrás de un plato de hambre,
ni salían a girar, hipnotizados,
al compás de las ruedas de cualquier bicicleta.


Si un perro entra en tu casa
(si un perro te elige
y te sigue hasta tu casa)
es como si te eligiera Dios.
Porque si estás roto
el perro sabe juntar tus pedacitos
y rearmarte a puro lengüetazo.
Porque no hay más que sabiduría
en los ojos de un perro.
Porque los santitos que traen las vecinas
nunca te miran con tanta verdad
como te mira un perro.


Si fuera más buena (pienso),
si no hubiese envejecido tanto,
si me hubieran invitado a la fiesta de los libres,
y no pagara impuestos,
y no pidiera ni perdón ni permiso,
ningún perro sabría
cuándo dejar de seguirme.
Y yo no tendría excusas
(ni una sola estúpida excusa)
para no dejarlos entrar en mi casa.



lunes, 24 de abril de 2023

EPITAFIO PARA BOATSWAIN


 EPITAFIO PARA BOATSWAIN

“Aquí yacen los restos de alguien que poseyó belleza sin vanidad, fuerza sin insolencia, coraje sin ferocidad y todas las virtudes del hombre sin sus vicios. Este elogio, que sería adulación inmerecida si estuviera inscripto sobre cenizas humanas, no es más que un justo tributo a la memoria de de BOATSWAIN, un PERRO que nació en Terranova en mayo de 1803 y murió en Newstead el 18 de noviembre de 1808.
Cuando algún orgulloso hijo de la raza humana retorna a la tierra, desconocido para la Gloria pero ayudado por su Nacimiento, el arte del escultor agota las pompas del dolor y urnas llenas de hechos registran el nombre de quien yace debajo. Encima de la tumba se ve no quien fue sino quién debió ser.
Pero cuando el pobre perro, en vida el amigo más fiel, el primero en dar la bienvenida, el primero en defender, cuyo honesto corazón es propiedad de su dueño, que trabaja, pelea, vive, respira solo por él, cae sin honores, desconocidos sus méritos, el alma que poseyó en la Tierra le es negada en el Paraíso. Mientras el hombre, vil insecto, espera ser perdonado y reclama para sí un Paraíso exclusivo.
Hombre, miserable inquilino de nuestro mundo, degradado por la esclavitud o corrompido por el poder, quien te conoce bien debe evitarte con desagrado, masa envilecida de polvo animado. Tu amor es lujuria, tu amistad trampa, tu lengua hipocresía, tu corazón engaño, vil por naturaleza, ennoblecido solo por el nombre, cualquier bestia gentil puede hacerte sonrojar por la vergüenza.
Tú, a quien el azar ha traído ante esta simple urna, sigue de largo, ella no se levanta en honor de nadie a quien quieras llorar. Estas piedras se levantan para señalar los restos de un amigo; solo uno conocí y aquí yace.”

Lord Byron


Arte: Elizabeth Bridget Pigot

sábado, 22 de abril de 2023

BUEN CHICO



BUEN CHICO

A Byron, el perro negro más lindo del mundo

 

La muerte está en la casa.

Es una presencia impalpable pero rotunda

que se va abriendo paso entre los geranios del patio

hasta tocarte la cabeza con su mano helada

(buen chico te decía yo

cuando te palmeaba la cabeza

y vos movías la cola

feliz de hacerme feliz,

tan puro,

tan enteramente puro

como un puño levantado

en nombre del pan).

 

La muerte está en la casa.

Hace equilibrio en tu hocico húmedo.

Cuenta tu país de costillas desnudas.

Está en la casa y nos obliga

a hablar en voz baja,

a caminar en puntas de pie,

a organizar el dolor

(¿Dónde lo vas a enterrar?, pregunto,

como si lo atroz fuese lo cotidiano).

 

La muerte está en la casa.

A veces

se distrae con los geranios del patio,

flota sobre las macetas

como una virgen oscura,

y  en tus ojos hay una lucecita

que confundo con el milagro.

Pero no.

No, no, no.

No.

 

La muerte está,

espera una indiscreción,

un pequeño error,

un  intersticio entre la vida

y tus pasos dudosos

como conejitos quebrados.

La muerte está

para dejarme huérfana de vos,

hoy, mañana, pasado,

cuando tu corazón lo decrete.

Cuando los geranios sepan

que es un despropósito florecer en otoño

y apaguen sus rojos hasta esa extraña primavera

que no reconocerá tu nombre. 



lunes, 17 de abril de 2023

¿Y AHORA QUÉ PASA, EH?


 ¿Y AHORA QUÉ PASA, EH?

“Y sobre todo mirar con inocencia. Como si no pasara nada, lo cual es cierto.” – Alejandra Pizarnik



¿Y ahora qué pasa, eh?



No pasa nada. 

No pasa esto:

un estúpido chaparrón que no era necesario 

y las flores del paraíso decapitadas en la vereda 

-esa vereda que nunca barro, 

porque los ojos de las vecinas son demasiados saltones 

y me asustan;

son como termitas dispuestas a devorar la madera de este sueño 

de ser y parecer un pájaro parado en la mitad de un verso,

un pájaro ajeno a los precios abusivos del almacén 

y a la receta del cheesecake-. 

No pasa esta distancia 

entre la sed y el agua, 

ni el miedo a que el mal paso de la costurerita 

salga mañana en primera plana de todos los diarios  

que se escriben 

con la tinta subversiva de los secretos familiares 

(la foto de la portada sería una mujer de piernas inesperadas 

alimentando un conejo de ojos escarlata 

y diciendo, convencida: “No barro. No barro. No barro. 

Yo no barro. 

Yo me tiro de cabeza en una madriguera deseducada

buscando un amor que no pasa. Nunca pasa.”)



¿Y ahora qué pasa, eh?


No pasa nada. 

No pasa esto:

no pasa este día que no quiere

cerrar las puertas del cansancio,

ni la foto de la chica de lentes

-un insecto gigante con una sonrisa perversa 

que nunca tuvo Gregorio Samsa-, 

ni la muerta que muere de muerte común y corriente 

-no muere de un vestido azul ni de un vestido rosa,

ni de un farol rojo partiendo en dos la noche: 

muere como todos los que no son ni parecen pájaros, 

prosaicamente, 

sin un último batir de alas-.

No pasa este viento de octubre 

que echó a volar mis cartas 

(“Querido mío: espero que estés bien 

cuando no recibas mis noticias 

y que la chica de lentes no escriba poemas, 

y que nunca tengas un gato; 

a vos te veo paseando un perro, 

los gatos tienen un no sé qué que no encaja 

ni con vos ni con ella. 

Los gatos no son tan simples.”)


¿Y ahora qué pasa, eh? 


No pasa nada.

No pasa nada, repito. 

No pasa esta inocencia que me invento.

No pasa una luna con gatillo 

ajusticiando un mundo que,

de tanto ser mundo, 

ya da asco. 

(¡Qué lástima! Hubiera sido una buena muerte: 

volarme los sesos con un disparo de González Tuñón

y hacer que esto cambie, 

que todo cambie, 

y que, de una vez por todas, 

pase algo).