NATURALEZA
Ayer una de mis gatas
mató a un zorzal.
Jugó un rato con su exiguo cadáver
y lo dejó abandonado en el pasto
inmóvil, laxo,
como si esa vida no hubiese significado nada.
Hace unos años,
ante un hecho de esta magnitud,
se hubiera desatado el escándalo:
enojo, llanto, retos.
Pero ayer
sólo recogí del pasto al zorzal muerto
e hice un pocito en la tierra húmeda
que rodea al macizo de calas.
Una pequeña tumba improvisada.
Claro que me dio pena el pajarito:
apenas estrenaba la primavera.
Pero con el tiempo entendí
a respetar las reglas de la naturaleza:
cazás o sos cazado.
Y, a veces, ambas.
Y lo que fue parte de un ser
se convierte mañana en parte de otro.
La vida trunca de ese zorzal,
reventará en las calas,
y quizás pueda escuchar cantar a las flores
si acerco lo suficiente mi oído
a su blanca cadencia.
Ayer no le endilgué a Tiger Lily
una culpa que no tiene y que no siente.
A la hora de la siesta
se acurrucó a mi lado
y, como es habitual, la caricia
se escapó de mis dedos.
Antes quería que, al morir,
mi cuerpo se convirtiera en un puñado de cenizas
arrojadas por una mano amada
en algún lugar en el que hubiese sido feliz.
Ahora, no.
Ahora siento que soy un animal
que debe volver a tierra.
No como polvo bíblico.
Como materia prima de una naturaleza
que se recicla constantemente.
Que la pequeña fauna mortuoria
coma y beba de mí.
Que el tiempo sea en mis despojos.
Y que algún día suceda el milagro:
despuntar, quizás, como raíz
de un árbol donde un zorzal dispense su canto,
reiterativo, armónico, pujante,
sin gatos a la vista.
Arte: Sergey Svistunov
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