EL CHICO DE LA REMINGTON RAND
A Jorge Paolantonio
Dormito,
acunada por unas líneas de fiebre
y dos cucharadas de jarabe para la tos,
y sueño con la Muerte,
con el chico de la Remington Rand,
y con un cementerio que parece una plaza
o un patio de juegos.
La Muerte tiene pantalones cortos
y el pelo demasiado prolijo,
igual que el chico de la Remington Rand,
escribe y escribe,
tiene un idéntico corazón bordado
con lentejuelas, canutillos y plumas de colores,
y juega a los trapos,
como él,
cuando la hora de la siesta es una taza de té
caliente y dulce.
La Muerte se le acerca,
lo toma de la mano,
lo besa en los labios,
y, entonces, ella y el chico son la misma cosa,
el mismo poema que me duele en la garganta,
el mismo carraspeo que hace agua
en los helados lagrimales de julio,
el mismo desconcierto.
Unas líneas de fiebre,
dos cucharadas de jarabe para la tos
y el chico de la Remington Rand que se va
con la música a otra parte
y me deja la boca tiritando preguntas:
por qué, cómo, cuánto.
Cuánto hay que escribir para que el olvido
no tenga la última palabra,
cuánto le dolerá el café viudo
a la otra mitad del amor,
cuánto lo extrañarán sus perros.
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