ISLANDIA
Yo también pienso, a veces, en
Islandia.
Pero no pienso en Odín y
sus dos cuervos,
ni
en Iðunn y sus manzanas,
ni
en los Vanir y la dulce Freyja.
Pienso
en sus primorosas casas de colores,
esas,
que en las fotos de la web,
parecen
cajitas de remedios pintadas con témpera
luciéndose
en una maqueta infantil.
Pienso
en alguna canción de Björk.
Nada
demasiado pretencioso.
Los
dioses y los gnomos
suelen
serme esquivos
cuando
miro y me miro
la
duda, la incertidumbre, el desorden.
Cuando
el sábado a la noche dan “Gigante” en
la tele
y
nos juntamos con las amigas de siempre
a
llorar por James Dean
y a
contar historias de novios que nos abandonaron
y
tenían los labios así,
curvilíneos,
carnosos,
como
hechos para el beso.
No
me sobra el tiempo para pensar en Islandia,
pero
a veces pienso, sí.
Nada
demasiado sublime.
No
soy una criatura elegida.
Las palomas que manchan
las veredas del barrio
poco tienen que ver con Hugin y Munin.
No son animales ilustres.
No viajan por el mundo recabando
noticias
para congraciarse con su amo.
Apenas comen pedacitos de pan duro
de la mano de la vieja de la otra
cuadra
(la loca, la que me mueve a risa,
aunque a veces sospecho que ningún
dios,
ni siquiera uno nórdico,
es más sabio que ella,
y que las palomas,
que parecen regodearse en su
ignorancia,
son menos tontas de lo que imagino).
Yo también pienso, a veces, en
Islandia.
Pocas, eso sí.
El sur tiene sus urgencias y sus
encantos
y descreo de los que juran
que en esa tierra de magia y nieve,
todo el mundo es feliz.
Yo no podría ser feliz
en un lugar sin duda, ni
incertidumbre, ni desorden,
ni mujeres llorando porque una
pequeña deidad rubia
fuera de libreto
estrelló su boca perfecta en ese
maldito Porsche
hace más de cincuenta años.
Aunque haya un dios
repatingándose en su trono
en cada esquina
y Björk cante
como un ángel.
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