En la mitad del corazón que alimento
con
pajaritos negros
todavía
está escrito tu nombre.
Tu
nombre está ahí,
un
papelito lo sostiene,
un
papelito titánico,
cuánto
pesa el recuerdo,
cuánto
pesas vos ausente.
En la mitad del corazón que alimento
con
pajaritos negros
todavía
está escrito tu nombre.
Tu
nombre está ahí,
un
papelito lo sostiene,
un
papelito titánico,
cuánto
pesa el recuerdo,
cuánto
pesas vos ausente.
La soledad es un agujero en el mantel
donde la vida dispone
los platos y los días.
Mi lengua enhebra muertos y versos
para zurcir el desgarro.
Arte: "The red-chequered Tablecloth or The Dog’s Dinner", Pierre Bonnard
Cuando me dijeron
que los Reyes eran los padres,
lejos del enojo o la desilusión,
corrí a pedirle a mamá
mi corona de princesa.
La infancia fue
el vaso medio lleno.
Arte: “Little Princess”, T. Matthews Fine Art
Ningún hombre puede escuchar tu risa.
Ningún pajarito puede soltarse de tu garganta
y volar hasta tus
labios
para deshacerse en
trinos.
Ninguna flor puede
estallar en tu boca
en un do re mi de
estambres ondulantes
como pequeños tentáculos de azúcar.
Ningún poema puede
danzar en tu lengua
agitando pañuelos rojos
y alardeando con espejos diminutos
del poder de la luz.
Nadie podrá escuchar tu risa
ahora que vos,
las flores, los pajaritos y la poesía
fueron embalados,
con ferocidad,
en una caja de cosas inútiles.
Esas
que se pudren en un desván de arena,
sin sospechar, siquiera,
su vocación inapelable de tesoros.
Arte: ShamisaHassani
¿QUÉ
FUE DE BABY JANE?
La
distancia que hay
entre
Edgard Allan Poe y “Susy, secretos del
corazón”.
La
distancia que hay
entre
el verano incinerando
dieciséis
años en celo
y las
medias azules
subidas
hasta las rodillas.
La
distancia que hay
entre
la primera y la segunda.
Me tocó
ser Laura Ingalls,
Jo March,
la Gertrudis de “Como agua para el chocolate”,
secuestrada
o fugada,
pero
siempre loca.
Me tocó
nacer después de la hija perfecta
y no
pude hacer mucho más
que
embarrar la cancha.
(“¿Entonces
todo este tiempo podríamos
haber sido amigas?”)
No es
falta de amor:
es el
olor de la tormenta,
la
estúpida pirotecnia del “yo dije, vos
dijiste”
estallándonos
la boca;
es esa
canción
y “¿la fiera más fiera
dónde está?”
No es falta de amor:
es la perezosa voluntad de la sangre
que se retrae
como las piernas de una virgen pudorosa.
La
sangre.
Esa
estrella licuada
constelando
en los
angostísimos caminos del cuerpo.
Esa
estrella que es hermosa y triste,
y
quizás está muerta.
Esa
estrella que no obliga.
Apenas
inclina.
Porque tu canción de cuna
fue la desesperanza
y mamaste
la leche negra del insomnio,
yo te absuelvo, hijo mío,
del pecado de parecerte a mí.
Arte: Tuan Azizi
EL ELEFANTE EN LA HABITACIÓN
No sé
si fue el firme propósito de morir
o la urgencia de acabar con
una discusión.
Una pastilla, dos pastillas,
diez pastillas
Perdí la cuenta.
Al rato,
flotando sobre mi
cuerpo,
como en una mala copia de “Ghost”,
me vi con mi tapado rosa
y un camisón gris asomando
debajo,
acostada en una camilla de
ambulancia.
Una pastilla, dos pastillas,
diez pastillas.
De
una camilla a otra, a otra, a otra.
casi desnuda,
apenas cubierta con un camisolín ridículo,
traté de contestar preguntas
que no entendía,
intenté que mis párpados no se
derrumbaran.
Más tarde el suero, la sonda
vesical.
El murmullo al que nadie
atendía:
quería dormir, nada más.
Una pastillla, dos pastillas,
diez pastillas.
¿Quería dormir nada más?
No sé qué pasó después
pero abrí los ojos en una habitación vidriada.
donde me sentí una presa de
zoológico
expuesta a la mirada de todo
el que pasaba:
el animal entumecido
como entretenimiento cruel.
Lloré hasta que me inyectaron
algo
y me disolví en la noche.
Una pastilla, dos pastillas,
diez pastillas.
Al
otro día me encerraron en una cuarto blanco
con las ventanas trabadas
(no sé si fue el firme propósito de morir
o la urgencia de ser pájaro)
y una madera pintada
ocupando el lugar donde
debería haber un espejo
(no sé si fue el firme propósito de morir
o la urgencia de romper el espejo
y embadurnarme la boca con sangre).
Dos
días estuve encerrada.
Hasta que viniste vos. Con la
doctora.
Y me hablaron.
Y yo dije que sólo quería
dormir.
Y firmé un papel.
Y acá estoy, mirando Netflix,
como si no hubiese pasado
nada.
El
elefante en la habitación nos mira,
No lo vamos a nombrar.
No vamos a admitir qué está ahí
meneando su enorme cabeza
cada vez que tomamos impulso
y escupimos silencio.
Cada vez que me callo
me cruza el paso.
Una palabra bastaría para que
se desvanezca.
Pero no hay palabras para
nombrar tanto dolor.
Seguro que me acostumbro a
él.
Seguro que él se acostumbra a
mí.
A mi manía de amordazar
esto de adentro que pide ser dicho a gritos.
Por ahí algún día contamos
pastillas
el elefante y yo.
Una pastilla, dos pastillas, diez pastillas.
Por ahí algún día queremos
dormir juntos.
Quién sabe.