Se llamaba Ceferino
y era el hermanito de la Patri.
El hermanito muerto de la Patri.
Se había enfermado de meningitis
y se había muerto,
poniendo patas arriba
un mundo en el que los chicos estábamos a salvo,
teníamos un angelito de la guarda que nos cuidaba,
una estrellita en el cielo que velaba nuestros sueños,
y bla, bla, bla.
En mi cabecita entre católica y pagana,
en ese sincretismo absurdo
en el que cohabitaban lo que me habían enseñado
(el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo)
y lo que intuía cada tarde de verano
en el trote lascivo de las abejas
cortejando a las margaritas,
yo estaba segura de que el chico se había muerto
porque se llamaba Ceferino.
¿A quién se le ocurre ponerle a un bebé
el nombre de un santito que se murió tan joven?
Porque Dios lo llamó a su lado,
porque Dios lo eligió,
porque Dios lo necesitaba,
porque Dios, porque Dios.
Entrar a la casa de la Patri
era como entrar a un mausoleo.
No porque hubiera fotos
o algún recuerdo de Ceferino
(que los había, seguro).
Porque el silencio era tan espeso
que se volvía imposible de romper.
No importaba cuánto gritaras,
no importaba lo fuerte te rieras.
El silencio era una bola de pelos indestructible
que crecía y crecía
a medida que el animal del dolor
se lamía las llagas.
Algunas veces me quedaba a comer de la Patri.
Su mamá nos servía la comida
y se sentaba a masticar mecánicamente la suya
frente a un sifón donde apoyaba, abierta,
la revista "TV Guía".
Leía mientras comía y jamás nos miraba.
Jamás levantaba los ojos de la revista.
Leía detalladamente los chismes de la farándula
y la programación de cada canal de TV.
"Para no perderse nada", pensaba yo, tan ingenua.
"Para no ver el lugar vacío de Ceferino en la mesa", comprendo ahora,
cuando decanté por las abejas y las margaritas
y quisiera llevarle algunas
si supiese
dónde queda la infancia.
Arte: Karen Margulis
No hay comentarios.:
Publicar un comentario