domingo, 28 de febrero de 2021
LLUVIA Y PAÑUELO
I
La
lluvia me tomó por sorpresa.
En
medio de la calle,
sin
paraguas.
En
medio de una tosecita incómoda
y
un pañuelo que jamás te devolví.
Había
que tocar madera
para
que lo nuestro durara,
y
yo te toqué a vos
que
eras el árbol
donde
quería que florecieran mis nidos.
II
Una
moneda.
Una
moneda debería haberte dado
a
cambio de ese pañuelo
que
conservé
como
un trofeo de amor.
Como
el botín de un tiempo
en
el que el viento temblaba
cuando
yo me soltaba el pelo
y
vos me caminabas el cuerpo
con
paso de conquista.
III
Besar
es un verbo que no conjugo
en
las inmediaciones de tu boca.
Llover,
sí.
Lluevo
todo el tiempo
en
la comisura de tus labios,
en
la llanura atontada de las sábanas,
en
el amor que se desdice.
Llover
o llorar
es
casi lo mismo.
IV
La
lluvia me tomó por sorpresa
pero
no busqué
un
lugar donde resguardarme.
Me
quedé quieta
esperando
que el agua
empapara
el pañuelo
y
me lavara de vos.
V
Parada
bajo la lluvia,
tiesa,
como
una flor de cobre,
agité
tu pañuelo
para
decirnos adiós.
Una
moneda debería haberte dado.
Tocarte
árbol no alcanzó.
¿Qué
será de mis nidos
con
esta tormenta que no para?
Arte: "Thunder rain", Selenada
viernes, 26 de febrero de 2021
miércoles, 24 de febrero de 2021
CENA FRÍA
CENA FRÍA
Recuerdo
aquella noche,
cuando
cenábamos en ese restaurante español
que
me gustaba tanto.
En una mesa cercana
había
una pareja que comía
sin
dirigirse la palabra.
Sin
mirarse, siquiera.
Sus
ojos iban de los platos
a
las copas sin brindis,
mientras
los tenedores levitaban
como
pequeños fantasmas de plata.
Nos
pareció insólito
que
el amor pudiera decantar en eso,
en
esa adusta celebración de la nada.
Nos
prometimos que nunca nos iba a pasar.
Que
nuestras cenas iban a ser siempre
un
lugar donde encontrarnos.
Supusimos
que ellos
nunca
se habían amado tanto como nosotros
(cada
enamorado cree que inaugura el amor,
que
lo inventa,
que
ama como nadie lo hizo antes,
que
los otros jamás conocieron
tanto
fervor, tanta hondura).
Esta noche, como tantas,
nuestra
cena fue
una
pequeña oda al silencio.
Veinte
minutos donde los tenedores
levitaron
en medio de la niebla espesa
que
separa tu nombre del mío.
No
hubo copas. No hubo brindis.
Sólo
palabras no dichas
estrellándose
contra los platos
como
pequeñas golondrinas suicidas
cada
vez que abríamos nuestras bocas
ante
la fantasmal insistencia de los cubiertos.
Palabras
que podrían ser de reproche,
de
perdón, de amor, de hastío.
Nos queríamos mucho, sí.
Nos
queríamos tanto.
Cada
vez que me besabas
en
mi boca reventaba el sol,
como
si fuera un enorme globo amarillo
atravesado
por el aguijón del verano.
Pero
el amor decantó en una cena fría.
Una
cena para dos, que es para uno,
que
es para nadie.
Por lo menos es una cena puertas adentro,
pienso.
Por lo menos no hay dos enamorados cerca
brindando y mirándonos de reojo,
prometiéndose una de las tantas cosas
que nunca, jamás,
van a poder cumplir.
Arte: Getty Images
lunes, 22 de febrero de 2021
UN DÍA CUALQUIERA
UN DÍA CUALQUIERA
Y un día cualquiera
le dan el Oscar a Leonardo DiCaprio,
Brad y Angelina se divorcian
y empiezan a pasar esas cosas
que una daba por sentado
que no iban a pasar nunca.
“Lo bueno que tiene la vida
es que no se queda quieta”,
dice mi amiga optimista,
sin tener en cuenta
que mi vida es un elefante en un bazar
y cada vez que se mueve
invita al caos.
Un bazar de Once, además,
nada de pisar cristales de Bohemia.
Pisar vidrio barato,
emociones baratas,
lealtades baratas.
Antes lloraba frente a la leche derramada.
Ahora ni siquiera puedo llorar.
Tengo los ojos mudos,
la boca viuda,
la palabra vedada.
No puedo escribir.
No quiero escribir.
Quiero borrar veinte años de un plumazo,
volver a las clases de catequesis familiar
y refutar las diez plagas de Egipto
con la National
Geographic en la mano.
Quiero
ponerle los pelos de punta
al
matrimonio bien avenido que me explica
que
no puedo comulgar
porque
me gusta el amor
y ningún santo varón bendijo mi cama.
Jesús
era un hippie, gente.
Ay,
si los viera.
sábado, 20 de febrero de 2021
jueves, 18 de febrero de 2021
CEFERINO
Se llamaba Ceferino
y era el hermanito de la Patri.
El hermanito muerto de la Patri.
Se había enfermado de meningitis
y se había muerto,
poniendo patas arriba
un mundo en el que los chicos estábamos a salvo,
teníamos un angelito de la guarda que nos cuidaba,
una estrellita en el cielo que velaba nuestros sueños,
y bla, bla, bla.
En mi cabecita entre católica y pagana,
en ese sincretismo absurdo
en el que cohabitaban lo que me habían enseñado
(el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo)
y lo que intuía cada tarde de verano
en el trote lascivo de las abejas
cortejando a las margaritas,
yo estaba segura de que el chico se había muerto
porque se llamaba Ceferino.
¿A quién se le ocurre ponerle a un bebé
el nombre de un santito que se murió tan joven?
Porque Dios lo llamó a su lado,
porque Dios lo eligió,
porque Dios lo necesitaba,
porque Dios, porque Dios.
Entrar a la casa de la Patri
era como entrar a un mausoleo.
No porque hubiera fotos
o algún recuerdo de Ceferino
(que los había, seguro).
Porque el silencio era tan espeso
que se volvía imposible de romper.
No importaba cuánto gritaras,
no importaba lo fuerte te rieras.
El silencio era una bola de pelos indestructible
que crecía y crecía
a medida que el animal del dolor
se lamía las llagas.
Algunas veces me quedaba a comer de la Patri.
Su mamá nos servía la comida
y se sentaba a masticar mecánicamente la suya
frente a un sifón donde apoyaba, abierta,
la revista "TV Guía".
Leía mientras comía y jamás nos miraba.
Jamás levantaba los ojos de la revista.
Leía detalladamente los chismes de la farándula
y la programación de cada canal de TV.
"Para no perderse nada", pensaba yo, tan ingenua.
"Para no ver el lugar vacío de Ceferino en la mesa", comprendo ahora,
cuando decanté por las abejas y las margaritas
y quisiera llevarle algunas
si supiese
dónde queda la infancia.
Arte: Karen Margulis