LECTURAS "CAFÉ CON LETRAS" / JULIO 2019
EL CHICO DE LA REMINGTON RAND
A Jorge Paolantonio
A Jorge Paolantonio
Dormito,
acunada por unas líneas de fiebre
y dos cucharadas de jarabe para la tos,
y sueño con la Muerte,
con el chico de la Remington Rand,
y con un cementerio que parece una plaza
o un patio de juegos.
La Muerte tiene pantalones cortos
y el pelo demasiado prolijo,
igual que el chico de la Remington Rand,
escribe y escribe,
tiene un idéntico corazón bordado
con lentejuelas, canutillos y plumas de colores,
y juega a los trapos,
como él,
cuando la hora de la siesta es una taza de té
caliente y dulce.
La Muerte se le acerca,
lo toma de la mano,
lo besa en los labios,
y, entonces, ella y el chico son la misma cosa,
el mismo poema que me duele en la garganta,
el mismo carraspeo que hace agua
en los helados lagrimales de julio,
el mismo desconcierto.
Unas líneas de fiebre,
dos cucharadas de jarabe para la tos
y el chico de la Remington Rand que se va
con la música a otra parte
y me deja la boca tiritando preguntas:
por qué, cómo, cuánto.
Cuánto hay que escribir para que el olvido
no tenga la última palabra,
cuánto le dolerá el café viudo
a la otra mitad del amor,
cuánto lo extrañarán sus perros.
Ilustración: Anuncio de máquinas de escribir Remington Rand (1959)
LOS RUSOS
Mamá tendía la ropa y su voz giraba como un trompo
entre las sábanas y los repasadores:
“No cantes, hermano, no cantes,
que Moscú está cubierto de nieve…”
Yo la escuchaba absorta
y me parecía oír aullar a los lobos,
y pensaba que Olga
debía ser la mujer más hermosa del mundo.
Me encantaba esa canción.
La vecina rusa, entonces,
se asomaba a la medianera y le pedía
que cantara algo que no fuera tan triste.
Mamá cambiaba el repertorio
pero yo seguía pensando en los lobos
y en Siberia,
y me preguntaba por qué los rusos
habían venido desde tan lejos.
De Moscú a Wilde.
De Moscú a una casita en la calle Víctor Hugo,
una casita con un pequeño jardín,
dos o tres rosales,
y una vecinita que no sabía cómo era la nieve
pero la soñaba.
La noche que papá murió
los rusos estaban de fiesta.
Pero dejaron las copas de lado
y nos recibieron a mi hermano y a mí
con un abrazo que desmentía
cualquier caravana de frío.
Nos cuidaron.
Nos consolaron.
Yo tenía 8 años e ignoraba
el significado de la palabra desarraigo.
Ahora que lo sé
pienso cada vez más seguido en los vecinos rusos,
a los que, después de dos o tres mudanzas,
jamás volví a ver.
Y pienso que desarraigo es, también,
haberme olvidado de las caras de quienes me sostuvieron
en la noche más triste de mi vida.
Arte: Yulia Brodskaya
EL AMOR ES ALGO QUE SUCEDE EN EL PASADO
El amor es algo que sucede en el pasado, digo,
mientras miro viejas fotos
y trato de reconocerme en los gestos de esa chica tan delgada,
en la curva de su sonrisa
suave
como una medialuna de manteca,
en sus ojos sin culpa.
El amor es algo que sucedió mil años antes
de que la piba de al lado tocara el timbre
para dejarme la revistita de Avon,
mil años antes de que se rompiera el lavarropas,
mil años antes de que nuestro hijo condenara,
con su implacable lógica millenial,
el eurocentrismo de mis programas de TV favoritos.
Antes de que los gatos tomaran el control de la casa,
vandalizaran los sillones
y se zamparan a todos los pájaros que aleteaban en mis poemas
(mientras yo protestaba, claro,
porque tengo derecho a tener unos sillones decentes,
y tengo derecho a la cursilería,
y a los lugares comunes,
y tengo derecho al amor,
eso que sucedió en el pasado
pero todavía sucede
en las viejas fotos,
en las canciones de los ‘80s,
en las comedias románticas de Meg Ryan y Tom Hanks
y en mis programas de TV eurocentristas,
Brenda, Dylan, Brandon, Kelly,
todos tan blanquitos como las medialunas de manteca
antes del primer golpe de horno).
El amor es algo que sucede en el pasado, digo,
como la lluvia de Borges,
y pienso en tu risa
al ver mis zapatitos de cartón deshechos
por los dedos feroces de la tormenta que me sorprendió aquella tarde,
cuando todavía no me había revelado contra mi psicoanalista ultra católica,
la que confundía el diván con el confesionario
y me retaba más que el padre Osvaldo.
Y pienso en la noche
en la que me alzaste para llevarme seca y salva
hasta la puerta de mi casa,
y quizás el amor era eso,
agua de lluvia aquí y allá,
y tus brazos.
Y me pregunto por qué,
si el amor y la lluvia suceden en el pasado,
estoy empapada hace mil horas
-como una perra,
como una perra triste que extraña
la cursilería y los lugares comunes-
esperando,
esperándote.
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