EL SUICIDIO MÁS LARGO DE HOLLYWOOD
Monty sintió siempre que no encajaba.
Había nacido en una época de
amores encorsetados,
cuando el binomio chica-chico era el único aceptable,
y él no sabía si amaba a las
chicas,
amaba a los chicos,
o simplemente amaba su
soledad,
sus libros,
su belleza melancólica repartida
en los espejos de la casa.
Monty sabía, sí,
que odiaba las fiestas.
Se movía torpemente entre las
risas de los otros,
una sábana ambulante con una
vaso en la mano.
A su alrededor revoloteaban
los pájaros de tristeza
que el whisky no podía ahogar,
y los pájaros picoteaban su garganta
como cuchillos ensañados con
el pan de la palabra,
pero nadie lo notaba
porque él había hecho una
catedral de su silencio,
y en su silencio se
arrodillaba, penitente,
esperando que Chéjov o Aristóteles
lo absolvieran del pecado de
no ser feliz.
Huyendo de una fiesta
Montgomery Clift estrelló su auto contra un poste telefónico.
Su cara jamás volvió a ser la
misma.
Junto a su belleza
melancólica
desaparecieron de su casa
todos los espejos.
En la ausencia del cristal se diluyeron
las chicas que lo amaron,
los chicos que no se atrevió a amar.
En las paredes despojadas se instaló la muerte
y trabajó a desgano,
como una oficinista gris,
rotulando con bostezos interminables
la cicatrices y el vómito.
Diez años de papeleo inútil y
whisky.
El suicidio más largo de Hollywood.
Arte: "Misfit", Jody Little
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