SERGIO
Revoloteaba entre los jazmines del tío
como una mariposa exótica
y las nenas del barrio le cantábamos “Sergio,
maricón”
porque no nos habían enseñado una palabra
para nombrar sus alas iridiscentes,
su lengua libadora,
sus boca larga como la promesa del verano.
Pero era una más entre todas
las que íbamos a ser reinas,
y tomaba el té en con nosotras
en tacitas de porcelana.
en tacitas de porcelana.
Cuando los grandes dormían la siesta
acunaba a nuestras muñecas:
la Humberta, la Nicanora,
la negrita que nunca tuvo nombre.
Cuando los grandes se distraían
se probaba nuestros vestidos con los ojos.
Los dos protestábamos
porque no nos dejaban tener el pelo largo.
El mío era difícil de desenredar.
El de él, difícil de explicar a las vecinas
que barrían la vereda,
al compañero de banco,
a las maestras.
La última vez que lo vi estaba muy enfermo.
Me pidió prestado el teléfono para encargar
una pizza
que apenas mordisqueó.
Seguía siendo una mariposa exótica
pero ya no revoloteaba:
se encogía en el ángulo más sombrío del
jardín
adivinando
que no llegaba al verano.
Días antes había celebrado su cumpleaños
y casi todos los invitados faltaron a la
fiesta.
La última vez que lo vi
le regaló unas monedas a mi hijo
y le acarició la cabeza.
Esa noche
un chiquito de cinco años rezó por él,
y yo serví té de jazmines y lágrimas
en tacitas de porcelana
para brindar con la ausencia.
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