PATRICIA
Cada
año
el día
de la secretaria
me
acuerdo de Patricia.
Patricia,
mi
compañera de banco de la escuela primaria.
Hermosa,
esbelta,
con los
ojos verdes como aceitunas
y el
pelo largo y lacio.
Ella
era lo que yo no iba a ser nunca
-ella
tenía lo que yo no iba a tener nunca-
pero la
quería
y el
amor era más
que la
envidia blanca de los diez años.
Me
gustaba ir a la casa de Patricia
al
salir de la escuela:
tomar
la leche,
hacer
los deberes,
jugar
con su perra, la Naty,
correr
a los teros.
Veíamos
telenovelas en blanco y negro,
algún
capítulo de “Mister Ed” o “Daktari”,
hablábamos
de chicos.
Me
gustaba ir a la casa de Patricia:
una
casa de dos pisos,
un
dormitorio sólo para ella
-yo
dormía en la cama de la abuela
y no
tenía ninguna cajita de música,
nada
más inútil y precioso que una cajita de música;
yo
dormía en la cama de la abuela
y no
tenía ni siquiera el consuelo
de
poder llorar mi orfandad abrazada a la almohada-.
Cada
verano
el
cartero me traía un pedazo de mar
en una
tarjeta postal escrita por Patricia.
Yo
respiraba sal
repasando
con el dedo
su firma
clara y prolija.
Hace
veinte años que Patricia está muerta.
Se fue
siendo hermosa,
esbelta,
tan
joven.
Yo me
enteré tiempo después.
No sé
qué día murió.
Hacía
mucho que nos habíamos perdido el rastro.
No sé
qué día murió,
pero cada
año
el día
de la secretaria
me
acuerdo de Patricia.
La
chica de increíbles ojos verdes
y pelo
largo y lacio.
La que
tenía un papá que le regalaba una caja de bombones
cada 4
de septiembre,
una
perra salchicha,
vacaciones
todos los veranos
y una
amiga bajita y morocha que la envidiaba un poco
y la
quería tanto.
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