WANDA
Dieciséis.
Apenas dieciséis años tenía cuando lo
conocí. Y cuando me enamoré de él. Profundamente. Eduardo tenía veintiuno y era
músico. Baterista. Empezamos una relación con la que mi familia nunca estuvo de
acuerdo. Muy a mi pesar, mi papá intervino para poner fin al romance. Sabía que
él estaba en una movida pesada, con drogas y alcohol. Yo era chica, pero el
dolor por la pérdida de este amor adolescente me acompañó durante mucho tiempo.
Pero un día conocí a Jorge, volví a enamorarme, tuvimos dos hijos… Hasta que en
el año 2006, nuestra pareja sufrió una crisis que no pudimos superar y nos
separamos, en buenos términos.
Un tiempo después me reencontré con
Eduardo. Y fue como si nunca nos hubiésemos separados. El amor resurgió con
fuerza. Me costó contárselo a mis viejos, pero al final me decidí. Después de
todo, ya no era una nena. Tenía veintiocho años. Mi familia se preocupó, claro.
Eduardo era el ex -baterista de la banda “Callejeros”,
acusado de ser uno de los responsables de las muertes de la discoteca Cromañón
en 2004. Los músicos estaban siendo juzgados. En el incendio habían fallecido
casi 200 personas. Entre ellas, la mamá de Eduardo.
Yo
creí que Eduardo había cambiado. Que los golpes lo habían cambiado. Que quería
tener una vida normal, formar una familia. Nos casamos en noviembre de 2009. Él
era celoso, me había forzado a abandonar proyectos, a espaciar las visitas a mi
familia… hasta a cambiarme el color de pelo. Hacía años que lo usaba rubio
platinado, pero Eduardo me pidió que volviera a usar mi color natural, castaño.
El rubio era demasiado llamativo para él. Pero no me importó. Yo lo amaba.
Estaba dispuesta a hacer lo que fuera por él. Y no iba a permitir que nada
volviera a separarnos. Nada ni nadie. Eso lo dejé claro en nuestro brindis de
casamiento. Pero las cosas no fueron como yo las había soñado. Eduardo empezó a
tener actitudes violentas. Era posesivo, celoso, cruel. Nuestras discusiones
fueron subiendo de tono y el primer golpe no tardó en llegar.
Yo
estaba ciega. Absolutamente ciega. No quería perderlo. Lo justificaba. Él
estaba atravesando un duelo complejo, que oscilaba entre la culpa y el
desconsuelo. Quería darle paz. Quería que en mí encontrara la paz. Quería creer
que él era un buen hombre. Un buen hombre que no había tenido suerte. Pero él
me lo hacía cada vez más difícil.
La
madrugada del 10 de febrero de 2010 volvimos a discutir. Eduardo había salido
y, cuando volvió, nos trenzamos en una pelea feroz. Le dije que estaba cansada.
Que sentía que me había equivocado. Una boluda que no escuchó a la gente que la
quería de verdad. Él se puso furioso. No sé de dónde sacó una botellita con
alcohol. Me lo tiró encima. Sacó un encendedor de su bolsillo, me lo acercó al
pelo y activó la llama. Comencé a arder. Mi cuerpo comenzó a ser consumido por
el fuego. El dolor era insoportable. Grité hasta que no pude más. Grité hasta
que empecé a asfixiarme.
Sí,
él me envolvió en una manta para apagar las llamas que me consumían. Él me
llevó al hospital donde recibí los primeros auxilios. Pero el daño ya estaba
hecho. Once días después yo estaba muerta.
Veintinueve.
Apenas veintinueve años tenía cuando él me
mató.
16 días de activismo contra la violencia de género
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