ALICIA
Veintitrés.
Apenas veintitrés años tenía
cuando lo conocí. Nos cruzamos en los pasillos de un vuelo Buenos Aires –
París. Él era uno de los deportistas más famosos de la Argentina. Boxeador, dos
veces campeón del mundo, aunque para ese entonces hacía un año casi que había
colgado los guantes. Yo, una chica bonita probando suerte en el
mundo del espectáculo. Charlamos de cosas triviales y nos despedimos con la
promesa de volver a vernos. Y nos vimos. Fue la casualidad la que se
encargó de reunirnos, unos meses después, en un carrito de la
Costanera. A partir de ese encuentro orquestado por el destino, no
nos separamos más. “La bella y la bestia”, decían algunos. Él, tan
tosco, a pesar del dinero, los viajes, las amistades en el mundo del jet-set.
Yo, tan delicada. Un ángel, casi.
Nuestra primera noche juntos
fue mágica. Carlos hizo preparar, especialmente, una habitación en un hotel y
la llenó de rosas rojas. Sobre la mesa de luz había una tarjeta que decía “Alicia,
te amo”. Por supuesto, no faltó el champagne. Tomamos toda la noche.
Estábamos muy nerviosos los dos. Teníamos miedo de decepcionar al otro.
Teníamos miedo de no ser lo que el otro soñaba.Nos casamos en Miami, en 1981,
después de un noviazgo corto que fue tapa de todas las revistas de la
época: “Gente”, “Siete días”, “Radiolandia”. Nuestro hijo,
Maximiliano, nació ese mismo año, a fines de diciembre. Yo lo tenía todo para
ser feliz. Él, no.
Carlos pretendía una mujer
que no preguntara demasiado, que no hablara, que no tuviera “peros”. Una
chica linda que aceptara ser parte de sus cosas, como su auto o sus muebles,
nada más. Era egoísta y posesivo. No sabía lo que quería y no se fijaba metas,
pero se burlaba de las mías. Se creía el centro del mundo y se olvidaba de todo
lo demás. No admitía que un campeón también podía equivocarse. Y
tomaba, tomaba demasiado. Con el alcohol, venían los golpes, claro. A veces,
después de una discusión superflua. Otras, sin siquiera
haber discutido. “Te pego porque sos una boluda, me decía.” Y yo
sabía que sí, que era una boluda. Porque lo quería. Un día me dijo: “Si
no te gusta agarrá al nene y andate.” Y me fui. Me fui nada más con la
ropa puesta y algunas cosas que me dio mi madre. Solamente me llevé el
televisor de la pieza de Maxi. Pero el tormento siguió. El venía a ver a su
hijo borracho y comenzaba con los insultos y las agresiones. Me pedía que
volviéramos a estar juntos y como yo me negaba, empezó a amenazarme y a decirme
que si me veía con otro me iba a matar. “Donde vive tu hijo (mi hijo)
yo también mando. Acá mando yo.”, repetía. “Acá mando yo.”
Para el verano de 1988,
Carlos se había tranquilizado. Estaba como nunca: atento, mimoso, tierno.
Cuando me mandó los pasajes para ir a Mar del Plata a reunirme con mi hijo y
con él, me juró que era verdad, que había cambiado. Yo
quería creer. Necesitaba creer. El 13 de febrero, cuando llegué al
aeropuerto de Mardel, él me estaba esperando con su mejor sonrisa.
Nos besamos.
Esa noche festejamos hasta
tarde. Eran las cuatro y media de la mañana del sábado 14 de febrero cuando
dejamos el Club Peñarol rumbo a la casa donde nuestro hijo dormía ajeno a los
preámbulos de la tragedia que cambiaría su vida para siempre. Juntos. Felices. Yo
ya estaba desnuda cuando comenzó la última discusión que tendría con Carlos.
Primero hubo insultos. Los golpes no tardaron en llegar. Él me apretó el cuello
ferozmente, el cuello tan delicado. El de un ángel, casi. Supongo que, cuando me
desvanecí, creyó que estaba muerta. Me cargó sobre su hombro como si
fuera una bolsa de papas, salió al balcón y me arrojó al vacío. Mi cara se
estrelló contra el piso de ladrillos. Él se tiró atrás mío. Su brazo izquierdo
amortiguó el golpe. Dijo que yo me había tirado por el balcón. Que él se había
caído al intentar detenerme.
Treinta y dos.
Apenas treinta y dos años
tenía cuando él me mató.
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