La escucho deambulando,
toda la noche.
Abriendo y cerrando cajones.
Desparramando papeles.
Dando pequeños golpes en las paredes
como si quisiera asegurarse de que es,
de que existe.
Sin que ella supiera cómo, dónde, por qué,
la línea de la vida se hizo pájaro
y se voló de su mano.
Ahora sus dedos son los barrotes
de una jaula vacía,
y ella, una gitana blanca,
una gitana ciega
mirándose con desconsuelo
el destino amputado.
Aullando.
Cuando aúlla
siento escalofríos.
No estoy preparada
para cederle mis noches a un fantasma.
No tengo el valor que se requiere
para ver levitar sus pies de jazmines rotos
a quince centímetros del suelo.
No me atrevo a mirarla a los ojos,
a seguir una trayectoria de terror
pupilas adentro
para adivinar qué herida, qué venganza,
qué profecía de amor no cumplida
la mantienen atrapada
en un mundo al que ya no pertenece.
Cuando aúlla
siento escalofríos.
Me tapo la cabeza con la almohada
y lloro bajito.
Lloro hasta que me quedo entredormida
y un mugido de estrella me empuja
contra la cama.
Le temo y ella lo sabe.
Le temo y yo sé
que eso le provoca una tristeza infinita.
toda la noche.
Aullando. Aullando. Aullando.
Soy yo
en cada rincón de la casa.
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