CENA FRÍA
Recuerdo aquella noche,
cuando cenábamos en ese restaurante español
que me gustaba tanto.
En una mesa cercana
había una pareja que comía
sin dirigirse la palabra.
Sin mirarse, siquiera.
Sus ojos iban de los platos
a las copas sin brindis,
mientras los tenedores levitaban
como pequeños fantasmas de plata.
Nos pareció insólito
que el amor pudiera decantar en eso,
en esa adusta celebración de la nada.
Nos prometimos que nunca nos iba a pasar.
Que nuestras cenas iban a ser siempre
un lugar donde encontrarnos.
Supusimos que ellos
nunca se habían amado tanto como nosotros
(cada enamorado cree que inaugura el amor,
que lo inventa,
que ama como nadie lo hizo antes,
que los otros jamás conocieron
tanto fervor, tanta hondura).
Esta noche, como tantas,
nuestra cena fue
una pequeña oda al silencio.
Veinte minutos donde los tenedores
levitaron en medio de la niebla espesa
que separa tu nombre del mío.
No hubo copas. No hubo brindis.
Sólo palabras no dichas
estrellándose contra los platos
como pequeñas golondrinas suicidas
cada vez que abríamos nuestras bocas
ante la fantasmal insistencia de los cubiertos.
Palabras que podrían ser de reproche,
de perdón, de amor, de hastío.
Nos queríamos mucho, sí.
Nos queríamos tanto.
Cada vez que me besabas
en mi boca reventaba el sol,
como si fuera un enorme globo amarillo
atravesado por el aguijón del verano.
Pero el amor decantó en una cena fría.
Una cena para dos, que es para uno,
que es para nadie.
Por lo menos es una cena puertas adentro,
pienso.
Por lo menos no hay dos enamorados cerca
brindando y mirándonos de reojo,
prometiéndose una de las tantas cosas
que nunca, jamás,
van a poder cumplir.
Arte: Monique Sarkessian
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