NATALIE WOOD LE TENÍA MIEDO AL AGUA
Antes de que Natalia naciera
una bruja le dijo a su madre
que iba a ser una gran estrella
pero que debería tener cuidado con las aguas oscuras.
María,
mujer estepa,
rusa y dura, arma blanca,
licor blanco, trueno,
se empecinó en parir una estrella
y en mantener sus pies secos,
su corazón seco.
Antes de que Natalia fuera Natalie
(cuando era la pequeña Natasha
y su sonrisa era un ciervo tibio pastando
en el bosque virgen de la boca)
su madre la sentó en las rodillas de un director de cine
y la obligó a cantar.
Y Natalia cantó y cantó,
sin dejar de sonreír,
y cuando tuvo que llorar
María le arrancó las alas a una mariposa
y le mostró la muerte.
Antes de que Natalie fuera una estrella
una bestia le rompió el sueño del amor entre las piernas.
María no la dejó gritar.
La obligó a seguir cantando.
Pero cuando tuvo que llorar
Natalia no necesitó mariposas mutiladas:
pensó en su cuerpo partido por un rayo de baba,
en su monte de Venus talado por el miedo.
Antes de que Natalie fuera otro bonito cadáver de Hollywood
fue una estrella empapada en champagne
bailando con peces de sombra
en la cubierta de un yate lujoso.
Había discutido con su marido, dicen.
Había desobedecido a María y había gritado.
Natalie Wood le tenía miedo al agua.
Nunca aprendió a nadar.
Se ahogó en 1981, borracha y sola.
Aguas oscuras, vaticinó la bruja.
La madre, las lágrimas, el océano.
De "Enaguas de encaje rotas", Editorial Ruinas Circulares (2019)
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