EL GIGANTE CON PIES DE AZÚCAR
Aquel día
yo estaba jugando en la vereda de la Karina Bardón,
la nena que vivía al lado.
Un auto desconocido estacionó
en el frente de mi casa
y al ratito, nomás, mamá salió
y se subió, llorando, al auto misterioso.
Había muerto el abuelo.
El abuelito Luis.
El gigante con pies de azúcar
había sido derribado en su quinta,
entre los tomates, las radichetas
y las plantitas de orégano
que perfumaban cada día de la infancia.
El gigante con pies de azúcar se había ido
con los cuentos a otra parte.
Yo tenía cuatro años,
pero lo recuerdo nítidamente.
Y lo que más nítidamente recuerdo
es su alegría.
En una familia de melancólicos
el abuelo desentonaba.
Y ese contento de violín desafinado,
esa desvergüenza de soltar la risa,
era lo que más amaba en él.
El abuelo no se daba por vencido.
No cedía ante la paleta monocromática
con la que la abuela
insistía en pintar la vida.
Todo un héroe poniéndole color
con sus tomates y sus aires de acordeón,
a la suma, siempre errada,
de sus recíprocos días en blanco y negro.
El abuelito Luis contaba cuentos.
Recitaba poemas camperos,
no exentos de picardía.
Le gustaba Ramona Galarza
y, todavía, cuando la escucho,
algo del Paraná me moja los ojos.
Cientos de veces me pregunté
cómo terminó un gigante con pies de azúcar
y corazón de chamamé
casado con una asturiana adusta
que jamás le regaló un paso de baile.
Cientos de veces se me escapó la respuesta
como una panambí morotí de vuelo ondulante.
Solamente cuatro años
tuve a un abuelo que me alzaba
y me regalaba al aire,
como si fuera un barrilete.
Sin embargo, puedo cantar “La vestido celeste”
o “Ah! Mi Corrientes Porá”
de punta a punta.
Y recitar ese cuentito que empieza
“Vamos al baile, dijo el fraile”
sin equivocarme una sola vez.
Esa es la herencia que me dejó mi abuelo.
Ojalá hubiera vivido muchos años más
para enseñarme
su sencilla manera de ser feliz.
Arte: Vickie Wade
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