sábado, 6 de agosto de 2022

MERCEDES


 MERCEDES


“¿Dónde vas, Merche, tan linda?”,
le pregunté
cuando me la crucé en la calle
mientras hacía las compras.
Tenía un vestido blanco,
bordado,
y el pelo atado en una cola de caballo.
Los labios pintados.
Sandalias nuevas.
“¿Dónde vas, Merche?”
“A ver a mi hijito, vecina”,
me contestó,
con la sonrisa más triste del mundo.
“A ver a mi hijito”.

Mercedes, la peruana.
La primera que se me acercó
a darme la bienvenida al barrio.
La que vende chucherías.
La que le contó a todo el mundo que soy escritora,
como si yo fuera una celebridad
y no una ignota garrapateadora de versos del conurbano.
La que nunca me llama por mi nombre,
porque yo soy la vecina,
la vecinita.

Mercedes, la peruana.
Siempre con una sonrisa en los labios.
Siempre.
Antes,
cuando yo regaba las plantas del jardín
y después  salía a la vereda
a fumar un cigarrillo con ella.
Ahora,
cuando se va a ver a su hijito,
más linda que nunca,
aunque a mí me da miedo que vaya sola
porque apenas son las diez de la mañana
y a esta hora es un poco peligroso, dicen.
Me da miedo,
porque va a necesitar a alguien que le abrace.

“¿Dónde vas, Merche?”
“A ver a mi hijito, vecina.
A ver a mi hijito.”
Yo le di un beso apurado
y le escondí los ojos
para no humecerla.
Y me quedé pensando
si hay algo más desgarrador
que la coquetería de una madre
que va a ver a su hijito al cementerio.


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