A María Eugenia Romano
Se llama Ceferino
y era el hermanito de la Patri.
El hermanito muerto de la Patri.
Se había enfermado de meningitis
y se había muerto,
poniendo patas arriba
un mundo en el que los chicos estábam0os a salvo,
teníamos un angelito de la guarda que nos cuidaba,
una estrellita en el cielo que velaba nuestros sueños,
y bla, bla, bla.
En mi cabecita entre católica y pagana,
en ese sincretismo absurdo
en el que cohabitaban lo que me habían enseñado
( el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo )
y lo que intuía cada tarde de verano
en el trote lascivo de las abejas
cortejando a las margaritas,
yo estaba segura de que el chico se habia muerto
porque se llamaba Ceferino.
¿A quién se le ocurre ponerle a un bebé
el nombre de un santito que se murió tan joven?
Porque Dios lo llamó a su lado,
porque Dios lo escogió,
porque Dios lo necesitaba,
porque Dios, porque Dios.
Entrar a la casa de la Patri
era como entrar a un mausoleo.
No porque hubiera fotos
o algun recuerdo de Ceferino
(que los había, seguro).
Porque el silencio era tan espeso
que se volvía imposible de romper.
No importaba cuánto gritaras,
no importaba lo fuerte te rieras.
El silencio era una bola de pelos indestructible
que crecía y crecía
a medida que el animal del dolor
se lamía las llagas.
Algunas veces me quedaba a comer de la Patri.
Su mamá nos servía la comida
y se sentaba a masticar mecánicamente la suya
frente a un sifón donde apoyaba, abierta,
la revista "TVGuía".
Leía mientras comía y jamás nos miraba.
Jamás levantaba los ojos de la revista.
Leía detalladamente los chismes de la farándula
y la programación de cada canal de TV.
"Para no perderse nada", pensaba yo, tan ingenua.
"Para no ver el lugar vacío de Ceferino en la mesa", comprendo ahora,
cuando decanté por las abejas y las margaritas
y quisiera llevarle algunas
si supiese
donde queda la infancia.
Arte: María Morales
La
desnudez de mi madre me conmueve.
Es una
premonición,
un espejo
de futuro
donde mi
cuerpo abraza
su cuota
de crepúsculo.
El
cuerpo.
Ese
camino ancho donde la vida corre
y va
dejando huellas,
escamas
pálidas donde hubo peces rojos,
sudarios
de hollín donde hubo hogueras,
pliegues,
blanduras, grietas,
La
desnudez de mi madre me emociona.
Con el
mismo esmero con el que bañaba a mi hijo
la unjo
con jabón y ternura.
Me miro
en ese cuerpo,
me leo en
esa historia,
en esa
vasta soledad de campo abierto.
Su
desnudez es el invierno
pero es,
también, una manta,
una taza
de café caliente,
un lugar
junto al fuego.
Nos
enseñaron a amar la belleza de los 20 años,
rotunda,
empedernida.
Nos
enseñaron que esa belleza era la única
(y nos
pasamos la vida corriendo
detrás de
un conejo esquivo,
una presa
de luz que se deshizo
entre los
dientes de junio,
eso que
fuimos y perdura en las fotografías,
en la
memoria de una noche perfecta).
Sin
embargo, hay otra belleza.
Brutal. Inevitable.
Cruda
como una
pintura de Lucian Freud:
la
insólita hermosura que trasunta
la
desnudez de mi madre
mientras
enjabono su espalda con suavidad
y el agua
cae sobre sus hombros
como el
cielo cae
sobre el canto
de los pájaros.
Del poemario “El corazón de mi madre”, Apócrifa Editorial (2022)