Se vienen salvando
de los ataques de nervios almodoravarianos de mamá
y sus ínfulas destructivas.
Algunas fotos quedan.
Él, tan buen mozo,
con el pelo corto y crespo peinado para atrás.
Ella, bellísima,
con una cara digna de la tapa de la Radiolandia
y una boca que se perdió en el camino.
Porque esa no es la boca de mi mamá:
esa boca que vibra
porque adivina el beso,
no es la boca refunfuñante de una anciana
que quiere romper fotos
porque se va a morir.
Como si las fotos rotas
hicieran más dulce el trance inevitable.
Como si romperlas fuera soltar para siempre
la historia de la chica bonita que trabajaba en la tienda
y el morocho entrador que manejaba un colectivo,
la historia de su primera mirada,
de la primera vez que se juraron el cuerpo
(antes de estas fotos de casamiento, pienso,
y sonrío,
bravo papá, bravo mamá,
había poco tiempo,
para qué esperar).
De esa historia quedaron tantas cosas.
Pero se perdieron las bocas.
La de mi padre
en un estertor de raíces prematuras,
allá por los ’70.
La de mi madre
en la viudez que hizo trastabillar sus labios,
antes de que un puñado de tierra amarga
arrojado sobre el beso imposible
la escondiera para siempre.
Arte: Roselin Estephanía
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